de Marco Bascetta
Publicado en italiano en Il Manifesto el 26/05/2020
Traducción inédita

El gobierno asegura que no se convertirán en una suerte de policía islámica que vela por la moral y las buenas costumbres, ni «patrullas ciudadanas», ni tampoco agentes auxiliares de la policía, faltaría más. Pero resulta difícil imaginar que los sesenta mil voluntarios que serán reclutados para «afinar» la gestión de la fase dos se conviertan en algo distinto de un aparato de vigilancia e intimidación; además de representar la enésima ocasión en que el Estado recurre al trabajo gratuito, enmascarado como de costumbre de «voluntariedad» y de «civismo», y reubicándolo desde los grandes eventos [como la última Expo de Milán, N. del T.] a las grandes emergencias.

No se tratará, por tanto, de amables informadores, de inocuos contapersonas, de boy scouts al servicio del anciano o la anciana a punto de cruzar la calle, ni tampoco de ciudadanos que se esfuerzan por eliminar los escombros de un terremoto, sino de capataces improvisados, llamados a interpretar a su manera las confusas reglas formuladas por gobierno, regiones, alcaldes y minialcaldes, que son fruto de un conflicto no resuelto entre intereses económicos y riesgos sanitarios.

No era difícil prever que la reapertura más o menos generalizada implicaría un menor seguimiento de las normas de prevención, las cuales, por otro lado, no han sido siempre razonables y comprensibles, además de haber estado marcadas por innumerables contradicciones. Si en las fábricas y las oficinas del Norte (principales focos de contagio) el mantenimiento del orden se sigue confiando a la autoridad del patrón, hasta donde y hasta cuándo a éste le convenga, en la esfera social esa tarea se le ha asignado a un ejército de guardianes no precisamente pequeño (si las autoridades competentes conseguirán juntar a una buena parte de las personas en paro y de aquellas que reciben la renta de ciudadanía).

Los medios de comunicación se prodigan en ofrecernos imágenes de corrillos de jóvenes en los lugares de fiesta, con el evidente objetivo de encender nuestra reprobación, mientras que raramente nos muestran trabajadores amasados en las naves de la industria lombarda, por poner solo un ejemplo.

Si existe una constante en los decretos ley, en las ordenanzas y en las normas que han acompañado la evolución de la pandemia, ésa es la continua demonización de las «actividades lúdicas», es decir, de todo aquello que sobresale de la esfera laboral, del cuidado deportivo del cuerpo y espiritualde la mente.

Lo que no atraviesa el filtro normativo generado para separar lo necesario de lo superfluo son sobre todo las formas de vida juveniles y, en general, el disfrute del espacio público, indispensable para quien dispone de poco más. Es evidente que esas dimensiones de las relaciones sociales han de tener en cuenta un riesgo que claramente no ha desaparecido, pero no es menos cierto que un enfoque racional y no punitivo, más tendente a la autorregulación y que no distinga entre vigilantes y vigilados, resultaría socialmente más aceptable y quizás más eficaz.

¿Existe la irresponsabilidad? Por supuesto, forma parte del libre albedrío. Pero en los momentos más alarmantes, hemos podido constatar que no se trata de un fenómeno extremadamente generalizado. No hemos vuelto a la normalidad, de acuerdo, ¿pero será posible evitar que esta «anormalidad» siga asumiendo un carácter cada vez más policial?

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