de Igiaba Scego
Publicado en italiano en Internazionale el 19/04/2015
Traducción inédita
Naufragio en el Canal de Sicilia, la ONU confirma la cifra de 800 muertos.
Un pequeño barco pesquero volcó durante la noche del 18 de abril, en algún punto de la costa libia, con al menos 800 personas a bordo. Se ha rescatado a 28 supervivientes y tanto el capitán del barco como su asistente han sido arrestado bajo la acusación de haber provocado el naufragio.
(…)
Mi padre y mi madre vinieron a Italia en avión.
No vinieron en patera, sino en un cómodo avión.
En los años setenta del siglo pasado existía, para quien venía del sur del mundo como mis padres, la posibilidad de viajar como cualquier otro ser humano. Nada de carros, barqueros, naufragios, nada de tiburones siempre listos para hacerte pedazos. Mis padres habían perdido todo lo que tenían en un día y medio. El régimen de Siad Barre tomó el control de Somalia en 1969 y, sin pensárselo dos veces, primero mi padre y más tarde también mi madre, decidieron buscar refugio en Italia para salvarse y empezar aquí una nueva vida.
Mi padre era un hombre de un cierto poder adquisitivo, con una carrera política a sus espaldas, pero tras el golpe de Estado se quedó sin un duro. Le quitaron todo. Se hizo pobre.
Hoy mi padre habría tenido que coger una barcaza en Libia, porque desde África, si no perteneces a la élite no existe otra manera de venir a Europa. Los años setenta del siglo pasado eran diferentes. Tengo recuerdos de mis padres y otros parientes que iban y venían. Tenía primos que trabajaban en las plataformas petrolíferas de Libia y uno de mis hermanos, Ibrahim, estudiaba en el país que durante un tiempo se llamó Checoslovaquia. Recuerdo que Ibrahim a veces se cargaba de pantalones vaqueros comprados en mercadillos italianos y los vendía a escondidas en Praga para costearse los estudios. Luego volvía a Roma y, cuando cerraba la Universidad, regresaba a Somalia, donde una parte de nuestra familia vivía aún, a pesar de la dictadura.
Si tuviese que dibujar los viajes de mi hermano Ibrahim sobre un folio haría un montón de garabatos. Trazos que unen Mogadiscio con Praga pasando por Roma, a los cuales debería añadir desviaciones, curvas. Mi hermano estaba casado con una mujer iraní y viajaban juntos. Así incluían también Teherán en su horizonte y muchos otros lugares por los que pasaron y de los cuales no recuerdo el nombre.
Mi hermano, como somalí, podía moverse de un sitio a otro. Exactamente igual que cualquier otro chico o chica de Europa. Si tuviese que dibujar los viajes de un Marco que vive en Venecia o de una Charlotte que vive en Düsseldorf haría garabatos mucho más gruesos que los de mi hermano Ibrahim.
Tendría que dibujar los viajes escolares, aquella vez que su grupo favorito tocó en Londres, los partidos de fútbol del Manchester United, las vacaciones en París con el novio o la novia, las visitas al hermano mayor que se mudó a Noruega por trabajo. ¿Y por qué no un viaje para ver Nueva York y su Empire State Building?
Para un europeo los posibles viajes forman una constelación y los medios de transporte que puede utilizar varían según las exigencias: trenes, aviones, coches, cruceros, y hay quien decide hacer un viaje en bicicleta por Holanda. Las posibilidades son infinitas. Lo eran también para Ibrahim, a pesar del telón de acero, en 1970. Claro que no podía ir a cualquier parte. Pero incluso él tenía la posibilidad de viajar, gracias a un sistema de visados que no consideraba el pasaporte somalí como mero papel del water.
En cambio hoy, para quien vive en el sur del mundo, el viaje es una línea recta. Una línea que te obliga a seguir hacia delante y jamás retroceder. Hay que alcanzar la meta como en un partido de rugby. No hay visados, no hay corredores humanitarios, es tu problema si en tu país hay una dictadura o una guerra, Europa no te mira a la cara, no eres más que una molestia. Y así desde Mogadiscio, desde Kabul, desde Damasco, la única posibilidad es seguir hacia delante, paso a paso, inexorablemente, inevitablemente.
Una línea recta en la que, ahora ya todos lo sabemos, se encuentra de todo: barqueros, esclavistas, policías corruptos, terroristas, violadores. Te encuentras a la merced de un destino funesto que te condena por tu geografía y no por errores que hayas podido cometer.
Viajar es un derecho exclusivo del Norte, de este Occidente cada vez más aislado y sordo. Si has nacido en la parte equivocada del planeta nada te será concedido. Hoy, mientras reflexionaba sobre la enésima tragedia en el Canal de Sicilia, en este Mediterráneo ya en putrefacción por los muchos cadáveres que aloja en sus fondos, me preguntaba en voz alta cuándo empezó esta pesadilla, y mirando a mi amiga periodista-escritora Katia Ippaso, nos hemos preguntado por qué no nos dimos cuenta.
Desde 1988 se muere en el Mediterráneo. Desde 1988 mujeres y hombres son engullidos por sus aguas. Un año más tarde caía el muro de Berlín, todos estábamos contentos y casi no nos dimos cuenta de ese otro muro que poco a poco crecía en las aguas de nuestro mar.
No entendí lo que ocurría hasta 2003. Trabajaba en una tienda de discos. Encontraron 13 cuerpos en el Canal de Sicilia. Se trataba de 13 chicos somalíes que escapaban de la guerra que estalló en 1990 y que había devorado el país. Ese número nos pareció en seguida un aviso. Recuerdo que la ciudad de Roma se volcó con la comunidad somalí y que el alcalde de entonces, Walter Veltroni, celebró en la Piazza del Campidoglio un funeral laico. Una comunidad dividida por el odio entre clanes se unió aquel día, un día nublado de octubre, en torno a aquellos cuerpos. Lloraban los somalíes reunidos en la plaza, lloraban los romanos que sentían aquel dolor como propio.
Ahora todo es distinto.
Veo solo indiferencia por todas partes.
Pero temo que hay algo más atroz que nos ha devorado el alma.
Lo he experimentado en mi piel este verano en Hargeisa, una ciudad del norte de Somalia.
Una señora muy digna me confesó, casi avergonzada, que su nieto había muerto haciendo el tahrib, es decir, el viaje hacia Europa. «Se lo ha comido la barca», me ha dicho. La señora estaba desconsolada y no dejaba de repetirme: «Cuando los chicos se van no nos dicen nada. Yo aquella noche le había preparado la cena, nunca llegó a comérsela». Desde aquel día sueño frecuentemente con barcas con dientes que enganchan a los chicos por los tobillos y los devoran como hiciera Crono con sus hijos. Sueño con esa barca, esos enormes dientes, gruesos como patas de elefante. Me siento impotente. No, peor: me siento una asesina, porque el continente, Europa, del cual soy ciudadana, no está moviendo ni un dedo para construir una política común que afronte de un modo sistémico esas tragedias en el mar.
Incluso la palabra «tragedia» esté quizás fuera de lugar, a lo mejor tras veinticinco años podemos hablar ya de homicidios involuntarios y no de tragedias; sobre todo ahora que parte de la Unión Europa ha bloqueado la operación Mare Nostrum. Una decisión muy concreta de nuestro continente que ha decidido controlar las fronteras y olvidar las vidas humanas.
Ninguno de nosotros ha salido a la calle para pedir que se retome la operación Mare Nostrum. No hemos pedido una solución estructural al problema. Somos tan culpables como nuestros gobiernos. No sin motivo, Enrico Calamai, exvicecónsul [italiano] en Argentina en los tiempos de la dictadura, el hombre que salvó a tantas personas de las garras del régimen de Videla, ha dicho, en relación con los migrantes que mueren en el Mediterráneo: «Son los nuevos desaparecidos. Y el uso de este término no es retórico ni polémico, sino técnico, ya que, de hecho, la desaparición es una modalidad de extermino en masa gestionada de tal modo que la opinión pública no consiga concienciarse o pueda al menos decir que no sabía.»
Una respuesta a «Esos chicos devorados en medio del mar por nuestra indiferencia»
[…] la guerra y el hambre hacen la vida imposible. Como bien sabemos, esas personas son expulsadas o se ahogan en el Mediterráneo, o bien son detenidas en campos de concentración a lo largo de la costa que va desde Turquía […]
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