de Massimo Ilardi
Publicado en italiano en Machina el 14/02/2023
Traducción inédita
Una investigación publicada por Occupy.com hace unos años informaba de que solo en el periodo 2006-2013 se produjeron hasta 843 revueltas populares en 84 países de todo el globo, sin que ninguna de ellas llegara a transformase en una revolución capaz de cambiar radicalmente el sistema, su orden estatal y la estructura de poder contra la que arremetía. Por otro lado, quienes llevaron la voz cantante en aquellas revueltas no provenían del mundo del trabajo, sino que eran nuevos sujetos «más hetereogéneos, más inclasificables», cuyo auténtico objetivo era desafiar el orden establecido, sin que existiese detrás ningún tipo de reivindicación traducible en el lenguaje conocido de la política. Una masa sin rostro y sin líder, resiliente y mutante, que ocupó las calles de las metrópolis a través de un cara a cara directo con el poder, sin pasar por la política.
No obstante, no se trataba de algo nuevo, ya las revueltas urbanas de las décadas anteriores habían puesto de manifiesto ese paisaje, revelando sus consecuencias más inmediatas: que la sociedad, esa que hasta entonces había sido creada, diseñada y gobernada por la política y sus instituciones (partidos y sindicatos), se rompía en mil minorías sociales y culturales autonómas y separadas las unas de las otras; que esas mismas minorías no producían espacios comunitarios y que se estructuraban en multitudes exclusivamente en el momento del enfrentamiento; que el alma dura y profunda de la metrópolis no era ni productiva, ni ecológica, sino que estaba fundamentada en la cultura del consumo y en la exigencia de libertad de movimiento por todo su territorio. Ninguna revuelta metropolitana desde los años 80 del siglo XX en adelante ha tenido el trabajo, el paro o la igualdad entre sus objetivos. Nos referimos a luchas que atacaron inicialmente, con violencia, hasta treinta ciudades inglesas, y más tarde: Ámsterdam, Berlín, Zurich, Frankfurt, Düsseldorf, Munich, Hamburgo, Freiburg, Gottingen, Hannover, Bremen, París. En los 90 hubo insurrecciones en la periferia de Los Ángeles y en la de Toulouse. En 2001, fueron de nuevo Oldham, Manchester, Leeds y Birmingham las ciudades que se situaron en el centro de los disturbios. En 2005, en las banlieus parisinas se desencadenó una revuelta tan extensa y violenta que el gobierno francés tardó varios días en restablecer el orden. Y en diciembre de 2008, le tocó a Atenas y a su barrio Exarcheia ocupar las calles. En 2011, Roma, y más tarde Tottenham, en el norte de Londes, tomaron el relevo, siendo teatro de violencias entre la comunidad negra y la policía, igual que sucedería años después, en 2020, en Minneapolis, donde el movimiento Black Lives Matter se puso a la cabeza de riots nocturnos contra las fuerzas de policía. Por último, en 2018, el movimiento de los gilets jaunes en Francia generó enfrentamientos que desestabilizaron durante largo tiempo el panorama político francés. Estos son solo algunos de los episodios que han explotado en las últimas décadas, una lista que necesitaría de mucho más espacio que el que pueden ofrecer los límites de este artículo.
El conflicto, por tanto, se transforma en revuelta que, a diferencia de la revolución, no busca echar abajo el sistema, no constituye sujetos ni contenidos políticos capaces de otorgar un futuro, una forma y una organización a la contingencia de la lucha y que, en cambio, tiene en su punto de mira la eliminación de las reglas, las fronteras internas y las zonas rojas que el mercado intenta desplegar por todo el territorio para controlar y gobernar las metrópolis del mundo. Deconstruir ese orden es su objetivo, ese ha sido el punto de partida de todas esas revueltas. A diferencia de la revolución, cuya fuerza, como afirmaba Furio Jesi, se enfrenta con el tiempo –siendo de hecho una suspensión del tiempo histórico–, la revuelta hace lo propio con el territorio, con su absoluta y exasperada experiencia del territorio. Porque revuelta y demanda de libertad coinciden, y la libertad se enfrenta, precisamente, con aquel territorio que consigue atravesar fuera de las instituciones, que pretenden responsabilizarla, y fuera de la legalidad, que pretende limitarla.
Por este motivo las revueltas nunca demandan el poder, simplemente pretenden echarlo abajo porque restringe la libertad. Y el acto violento y destructivo que generan, tal y como afirma Wolfgang Sofsky, es en sí mismo libertad, porque no pretende generar cambios sino abolir. ¿Pero de qué libertad estamos hablando? No la de pensamiento, la del alma o los derechos, sino aquella concreta, material, que se apropia de rentas y espacios, que se transforma en canal de emociones, afectos, sentimientos, relaciones, comportamientos. La libertad revela así su propio origen absolutamente contingente, desprovista de garantías y abierta al riesgo de un desorden absoluto. Por tanto, quienes viven en las inmensas periferias urbanas no hayarán la solución a su angustia en la política y en sus organizaciones, insensibles a ese mundo de deseos y al exceso de las emociones que son hoy la forma de vida de hombres y mujeres, sino en el deseo que se materializa inmediatamente en el territorio, el cual necesita, para ser satisfecho, de la eliminación de las expectativas y de las reglas que se habían construido en torno a esas expectativas. Un individuo destructor ha ocupado el lugar del ciudadano productor y militante. Ese es el hilo rojo que une todas las revueltas, más allá de las diferencias de latitud y de las diferentes condiciones de vida.
Como se ha explicado ya, estas revueltas no las guia una dimensión colectiva y de masa, sino individuos o pequeños grupos de acción. Joy riders, yobbos, casseurs, motards, beurs, squatters, kraakers, black blocs son algunas de las figuras sociales que, a lo largo de las últimas décadas, han encendido la mecha de las revueltas, las cuales han surgido casi siempre en barrios periféricos de las grandes concentraciones urbanas. En estas situaciones, el territorio nunca es considerado como un bien común, sino como el resultado de particularismos que luchan entre sí, y cuya medida y forma se hacen especialmente visibles a través de separaciones, exclusiones y enclavizaciones. En el territorio más que en ninguna otra parte resulta válido aquello que afirmaba Cornac McCarthy: «Lo que une a las personas no es compartir el pan, sino compartir enemigos».
Estos grupos o minorías no hablan, no escriben, no publican manifiestos. Aquello que los une son la libertad en las calles, el amor sin límites por la acción y la violencia, el saqueo sistemático de mercancías y centros comerciales, lo cual sitúa a estos grupos sociales en la cultura del consumo, a la vez que los aleja de cualquier tipo de determinismo económico. Además, los aleja también de cualquier posibilidad de éxodo. El Rebelde contemporáneo, a diferencia del jungeriano, no decide «irse al bosque»: no es capaz de hacerlo porque ya no existen «meridianos cero» que superar, ya no existen bosques, ni otros lugares de exilio donde huir y disociarse. La metrópolis es la única condición espacial que se les concede. Estar en contra, de hecho, tiene el único objetivo de estar dentro para conseguir así utilizar al máximo todos los recursos de un sistema que no hay que echar abajo, sino explotar.
El punto de ruptura con la política llega cuando los y las rebeldes, en lugar de dirigirse amenazadoramente hacia la Bastilla o el Palacio de Invierno, empiezan a asaltar los centros comerciales de sus barrios y a ocupar ilegalmente los solares y fábricas abandonadas de las periferias urbanas, para organizar centros sociales o raves ilegales. La catástrofe de la política actual está en no haber entendido ese salto de época, en el hecho de no haber entendido que, desde ese momento en adelante, la necesidad ya no estaba dictada por la historia, sino por el consumo y la libertad, que la revuelta ya no respondía a los absolutos revolucionarios, sino a deseos del presente; y que el conflicto ya no era un instrumento para crear nuevas instituciones y nuevas sociedades, que ya no estaba pilotado por las férreas leyes del proceso histórico, sino por una alianza explosiva de prácticas de libertad y culturas de consumo que expulsa la mediación política y transforma el conflicto en enfrentamiento incondicionado, totalmente exento de normas y garantías, igual que son incondicionados y están exentos de normas y garantías el consumo y la demanda de libertad. No obstante, precisamente esa difícil relación con la dimensión de la acción política debería hacer «que los disturbios ofre[cieran] una perspectiva privilegiada a través de la cual elaborar una búsqueda sobre lo político contemporáneo» (Federico Tomasello). Una búsqueda que, no obstante, no provenga de un pensamiento crítico refugiado en la tradición, sino que parta del riesgo de una aventura teórica.
Se trata, en cualquier caso, de luchas anárquicas que atacan una forma y una técnica de poder que pretenden destituir y, por tanto, tienen como fin último los efectos del poder en cuanto tales. El principal de entre estos efectos es el control de los cuerpos y el territorio; son por tanto conflictos horizontales por la libertad y el reconocimiento; además de luchas «transversales» que no se limitan a un solo país y, por último, «son luchas inmediatas –como escribe Michel Foucault– por dos razones fundamentales. A través de esas luchas, los individuos critican los agentes de poder que les están más cerca, aquellos de los que sufren una acción directa. Los individuos no buscan pues al enemigo principal, sino al enemigo inmediato». La política se transforma así no ya en ejecución de un programa, sino en producción de territorio y salvaguardia de un espacio social. «La potencia –escribe el movimiento No TAV– que se expresa aquí en Val Susa deriva del hecho de no luchar contra abstracciones (el Capital, el Estado, una ley, la contaminación o la mafia) sino contra una forma concreta, localizada, a través de la cual esas abstracciones gobiernan vidas, configuran espacios, propagan afectos […] La lucha no defiende un territorio, sino que hace que este exista, lo construye, le da consistencia».