de Ruba Salih
Publicado en italiano en il Manifesto el 02/12/2023
Traducción inédita

En un importante libro publicado hace algunos años, la socióloga Sara Ahmed afirmaba que nos convertimos en sujetos, también políticos, a través de las emociones. La fortificación de las fronteras de mar y tierra, por ejemplo, acaba convirtiéndose en frontera corpórea, algo que se siente en la piel.

Explicaba así el extraordinario éxito de las derechas populistas y xenófobas en Europa y el mundo occidental. No creo que resulte sorprendente afirmar que, de igual forma, el discurso público sobre Palestina e Israel, sobre judíos y palestinos, es altamente emotivo. Pero hay algo más. El debate público da vida a auténticas economías emocionales que circulan, que son consumidas y que producen efectos materiales y políticos. A la hora de orientar la política de los sujetos, las emociones parecen tener un valor equivalente, si no superior, al de los hechos. Invertir en uno u otro discurso emotivo confiere identificación, pertenencia y una sensación o promesa de control.

Que hay quienes intentan capitalizar el miedo es igual de evidente. Basta pensar en las superposiciones entre Holocausto y 7 de Octubre, entre Hamás e ISIS, entre 7 de octubre y 11 de septiembre. A pesar de que esos hechos estén completamente desvinculados entre sí, y que su superposición no tenga ningún tipo de validez histórica, la asociación emotiva entre ellos —una vez compartida y difundida— no solo se convierte en hecho, sino que adquiere peso político, con innegables efectos. Estos pueden acabar legitimando bombardeos israelíes sobre Gaza o ataques a palestinos y palestinas en la diáspora. El pasado sábado por la noche, a pesar del silencio mediático en Italia, una persona disparó a tres jóvenes estudiantes de origen palestino en Vermont, y el día después del 7 de octubre un niño palestino de 6 años fue asesinado a puñaladas, también en EEUU, siendo ambos crímenes catalogados como fruto del odio antipalestino.

Pero hay más. Como intelectuales, tendemos a creer que los hechos hablan por sí mismos, y que informar de ellos es nuestro deber. No obstante, a cualquiera que haya participado o asistido a las tertulias televisivas sobre la situación actual en Palestina e Israel no se le puede haber escapado que, a menudo, los interlocutores no están tan interesados en contar los hechos —y muchos menos los medios en informar de ellos— como en modelar las sensibilidades. En épocas tan dramáticas como la actual, resulta imperativo preguntarse cómo las economías emotivas forjan las sensibilidades, qué sensibilidades se hacen normativas y dominantes, y qué obstrucciones y violencias epistémicas producen.

Un hecho personal puede ayudar a entender mejor lo que quiero decir. En el colegio al que asisten mis hijos en Cambridghe, en un cierto momento llegaron niños ucranianos, los cuales fueron acogidos con afecto y una gran movilización de recursos. En el colegio hubo asambleas sobre la guerra para ayudar a los niños a encontrar un contexto en el que colocar y dar voz a sus miedos y traumas. Las familias llevaban tartas y hacían recogidas de fondos para apoyar a la población ucraniana. Aun participando con entusiasmo, no podía dejar de pensar en cómo los niños y niñas yemeníes, sirios y palestinos del colegio tenían que estar sintiéndose en esos días.

Se habrán preguntado, a su manera, si lo que estaba ocurriendo en sus países no eran realmente guerras, si sus miedos y traumas eran legítimos, si podían compartirlos y hacérselos entender a los demás. En los siguientes meses, una amiga de Gaza me contó que la dirección del colegio la había convocado para presentarle una queja. En las semanas anteriores, en Gaza habían llovido bombas israelíes, las cuales habían matado a docenas de personas, incluidos 14 niños. Los hijos de mi amiga manifestaban evidentes signos de trauma y miedo, a uno le habían visto llorar en un rincón del patio del colegio durante el recreo, con el pensamiento constantemente concentrado en su padre y el resto de la familia. Mi amiga fue amonestada porque, según le dijeron, era irresponsable por su parte traumatizar a sus hijos con noticias sobre los bombardeos de Israel en Gaza.

Esa disonancia acompaña a la población palestina en la diáspora allá donde vaya. Los palestinos y palestinas, sobre todo de mi generación, hemos sido criados para interiorizar la sensibilidad del otro y hacerla nuestra: adoptar ciertas posiciones, moderar cómo y cuándo decir que somos palestinas, no hablar árabe en voz alta para no generar desconfianza y, sobre todo, no expresar nunca rabia. Teníamos que estar orgullosas, sí, pero no mostrar sentimientos demasiado pasionales, para no confirmar el estereotipo de que somos demasiado radicales. Podíamos contar nuestra historia, pero sabiendo que tendríamos que aceptar que no nos entendieran o creyeran, porque La lista de Schindler acababa con los judíos, finalmente liberados de las masacres nazifascistas, en Jerusalén. Con una película sobre el horror del Holocausto tras otra, con la visión de cuerpos demacrados y rostros apagados en Auschwitz, los palestinos en Occidente hemos crecido negociando nuestra posición en la jerarquía del sufrimiento: éramos las víctimas de las víctimas. Hemos leído y amado Si esto es un hombre de Primo Levi, y solo después de muchos años nos hemos encontrado a nosotras mismas en Orientalismo de Edward Said.

No obstante, el episodio del colegio, por muy ordinario que sea, resulta de extraordinaria relevancia, por cómo demuestra, con dolorosa y lúcida claridad, que las cosas no han cambiado. Al palestino o palestina, década tras década, se le sigue pidiendo que controle su dolor y que contenga su rabia, porque podrían ofender la sensibilidad del sujeto por excelencia. La subjetividad y la experiencia palestina son prácticamente invisibiles fuera de los tropos del escudo humano y afines, víctima de la violencia intrínseca de su cultura (o religión), algo a lo que es posible y necesario rebelarse, mostrando nuestra capacidad de hacernos inteligibles a la sensibilidad y modernidad occidentales.

En estos días, adensados por el enésimo y brutal feminicidio, hemos oído a varios hombres intentar capitalizar políticamente los sentimientos de miedo, inseguridad y rabia de las mujeres. En nombre de la defensa de las mujeres israelíes, hombres blancos y reaccionarios han utilizado metáforas sexistas y violentas contra otras mujeres, a menudo palestinas, definiéndolas insignificantes, impresentables, feas y vergonzosas, cuando no invocando la violencia en su contra, porque manifestándose contra la violencia han osado expresar una sensibilidad fruto de intersecciones: mujeres, palestinas, italianas, creyentes o no creyentes, feministas, discapacitadas, anticoloniales, jóvenes, hetero, cis o queer.

Uno de los aspectos más disruptivos y novedosos de las movilizaciones de estas semanas es el surgimiento palpable de eso que la activista negra norteamericana Angela Davis denomina «interseccionalidad de las luchas» y, añado yo, de las identidades. Con estas, una nueva sensibilidad toma forma e intentar hacerse visible. Es hora de darles espacio a esas nuevas sensibilidades, porque han llegado para quedarse.

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