de Pedro Castrillo
Publicado en El Salto el 21/05/2024

Entre los pasados 25 de abril y 5 de mayo tuvo lugar en Venecia la primera experimentación del denominado «billete de entrada» (ticket d’accesso) a la ciudad, una medida en desarrollo que obliga a cualquier persona no residente que visite la isla (incluidas trabajadoras y estudiantes) a realizar una reserva online, pagar 5 euros y presentar un código QR a su entrada en la «ciudad en el agua». El Ayuntamiento encabezado por Luigi Brugnaro —que gobierna, además de los territorios insulares de la laguna de Venecia, también las localidades en tierra firme de Mestre y Marghera— ha presentado la medida como una herramienta «para desincentivar el turismo de solo un día en algunos periodos del año».

Los primeros días de aplicación de la medida han demostrado su inutilidad respecto al objetivo declarado, con cifras de visitantes perfectamente en línea con los años anteriores (excluyendo el periodo pandémico). Solo el 25 de abril, cerca de 114.000 personas se registraron en la plataforma digital para obtener su «reserva» de entrada. Un resultado previsible, considerando el coste del billete y la larga lista de categorías exentas del pago: personas nacidas y residentes en el municipio, estudiantes, trabajadores (con contrato), propietarios de inmuebles, invitados de cualquier persona residente, parientes que acudan a un funeral (hasta el tercer grado de parentesco con el difunto) y turistas que tengan reserva en un alojamiento de la ciudad. Así, en la práctica, las únicas personas obligadas a pagar la tarifa son turistas que no pernocten en el municipio (o, por ejemplo, amigos sin parentesco con una persona difunta que pretendan acudir a su funeral en el cementerio de San Michele).

Mapa de accesos a la ciudad en los que se sitúan los puntos de control.

Puesto que el gobierno de Brugnaro lleva más de un año anunciando la medida a bombo y platillo, resulta difícil pensar que sus responsables no hubiesen anticipado este previsible resultado. ¿Por qué entonces invertir recursos en los trescientos puestos de trabajo necesarios para organizar diariamente puntos de control —activos de ocho de la mañana a cuatro de la tarde— en todas las entradas del centro veneciano?

La ciudad de los canales, una mina de datos
Detallemos un poco más cómo funciona el billete de entrada. Las personas exentas de pagarlo —que, como hemos visto, son la mayoría de quienes entran en la Venecia histórica—, deben aún así registrarse en la plataforma, declarando no solo sus datos personales y los de su anfitrión, sino el porqué de su visita: vengo a ver a mi tía, participo en una competición deportiva, soy voluntaria en una asociación, voy a visitar a un amigo en la cárcel, tengo cita en el centro de salud o en el juzgado, etc.

Este extractivismo de datos no es una novedad en el municipio veneciano. Desde una cierta perspectiva, la medida del billete de entrada sigue la estela de otro proyecto ya activo: la Smart Control Room (SCR), una «sala de mandos» ubicada en las dependencias de la Policía local, con la que el gobierno de Brugnaro ha centralizado la vigilancia de la ciudad. Inaugurada en septiembre de 2020, recibe actualmente imágenes de las más de 600 cámaras que observan la ciudad, además de los datos provenientes de las antenas y repetidores que permiten la comunicación móvil entre callejuelas y canales.

La empresa que ha desarrollado la plataforma de las reservas —y que gestiona también la SCR, además de todos los servicios digitales municipales— es la sociedad anónima VenIS, mientras que Mindcity, el software en que se basa el sistema, es un producto de la multinacional italiana TIM. Los datos viajan así desde la SCR a los servidores de Mindcity, ubicados en EEUU, donde son procesados y posteriormente enviados a los gestores de la SCR. Otra empresa privada, Abaco, se encarga de recaudar los ingresos del billete. Los recursos para el diseño y construcción de la «habitación de control inteligente» proceden de fondos de cohesión europeos.

Este sofisticado sistema de vigilancia analiza el territorio urbano dividiéndolo en unidades cuadradas de 150 metros de lado. Gracias a los datos provenientes de los repetidores telefónicos, es capaz de identificar el número de personas presentes en cada unidad. Pero hay más: cruzando los datos de geolocalización con otros ofrecidos por las compañías telefónicas, los gestores de la SCR pueden conocer, por ejemplo, cuántas personas de una cierta nacionalidad hay en cada unidad, o si son turistas o trabajadores/estudiantes (datos que nuestros teleoperadores obtienen de la SIM o a través de la continua geolocalización de los teléfonos, una operación que consentimos formalmente con la firma del contrato comercial).

Recapitulemos. Tenemos un Ayuntamiento que construye, con fondos públicos, una estructura policial que extrae datos personales de forma masiva, los cuales son almacenados junto con otros procedentes de cámaras de seguridad y antenas telefónicas. En el proceso, varias grandes empresas del sector digital obtienen pingües beneficios mercadeando con esos datos.

A estas alturas, a nadie debería sorprenderle saber que la información que compartimos en internet es una mercancía más del mercado global, que los datos que generamos están sujetos a continuos procesamientos e intercambios comerciales por parte de miles de empresas tecnológicas. Desde hace tiempo, ese mercado encuentra cada vez más punto de contacto con una cierta voluntad vigilante de las instituciones estatales —como ocurre en Venecia—, generando así un nuevo paradigma socioeconómico que la socióloga y profesora de Harvard Soshana Zuboff ha denominado «capitalismo de la vigilancia».

Quien nada esconde, nada tiene que temer
El sistema de análisis integrado en la Smart Control Room actualiza los datos de geolocalización cada quince minutos, de forma que se pueden monitorizar con bastante precisión los flujos entre las distintas áreas de la ciudad. «De esa forma podemos saber cuántos se van por la noche y cuántos se quedan», explicaba en el reciente documental Smart Controlled (IK Produzioni) Marco Bettini, director de operaciones de VenIS. Durante la entrevista, el directivo identifica los ámbitos del «transporte» y la «seguridad» como aquellos en los que la Smart Controol Room mejorará supuestamente la gestión de la ciudad.

Desde distintos lugares se han señalado los peligros —cuanto menos potenciales— intrínsecos a esa refinada y masiva gestión de datos personales, más aún considerando la implicación de distintas empresas privadas, así como el hecho de que el procesamiento de datos se lleve a cabo en Estados Unidos, país en el que no existe un reglamento general de protección de datos (RGPD) a nivel federal.

Bettini se defiende asegurando que, técnicamente, no se trata de una perfilación, porque los datos se recogen de forma agregada: «No hay ningún tratamiento de datos personales y por tanto ningún problema con la privacidad». Pero no es tan sencillo. Desde hace años, la Autoridad Neerlandesa de Protección de Datos advierte que la anonimización de datos es un proceso sumamente complejo y prácticamente irrealizable en el caso de datos de geolocalización. Por ese motivo, recomienda tratar ese tipo de datos como datos personales, incluso cuando se toman de forma agregada.

Marco Bettini en la sala de reuniones de la Smart Control Room durante la entrevsita para el documental «Smart Controled».

Por otro lado, los datos recogidos en la Smart Control Room se almacenan junto a otros procedentes de la empresa municipal de transportes: datos personales de quienes compran un abono, alquilan una plaza en los aparcamientos de la ciudad y, desde el pasado 25 de abril, también de quienes reservan el billete de entrada a la ciudad (con o sin exención de pago). La posibilidad de cruzar todos esos datos entre sí está reconocida en la política de privacidad que se acepta con el uso de estos servicios digitales.

No se trata solo de la efectiva vigilancia que el Ayuntamiento y la Policía local de Venecia realizan actualmente con estos medios, sino de los futuros posibles que se abren. Incluso una persona como Bettini admite que «si cayera en manos equivocadas, los efectos serían devastadores». Podríamos pensar en situaciones reales como el violento apartheid automatizado que, desde hace años, el Estado de Israel ejerce en la ciudad palestina de Hebrón. Pero no hace falta irse tan lejos para entender hacia dónde podría dirigirse el proyecto de la SCR, basta escuchar de vez en cuando al alcalde Brugnaro. Por ejemplo, cuando en una reunión del Ayuntamiento respondió, ante una pregunta del público: «Si fuese por mí, haría también el reconocimiento facial, por desgracia no se puede hacer todavía, pero trabajaré con mi partido, con el centroderecha, para que sea posible implantarlo en esta ciudad, porque las personas que no tienen nada que esconder, como imagino usted, señora, no tienen ningún problema en que se las localice».

En una reciente rueda de prensa, Brugnaro manifestó su deseo de dar «una mayor autonomía» a la Policía local, otorgándole la potestad de encerrar en una celda, por un máximo de diez días, a personas «pilladas» cometiendo actos de «degrado social». En Smart Controlled, Bettini explica el mecanismo por el que los deseos de Brugnaro podrían encontrar un cierto consenso social: «Cada uno de nosotros cede un poco de libertad, pero en cambio deberíamos obtener algo. […] Saber que existe un sistema de control finalizado a la seguridad, generalmente aumenta la calidad de vida percibida por el ciudadano».

Subir el listón poco a poco
A pesar de que lo distópico de la situación —una ciudad entera con control de acceso, como si se tratara de un parque de atracciones o un museo— , hay que reconocer que la actuación de los revisores del billete de entrada durante los primeros días de experimentación ha sido poco severa. De hecho, bastaba atravesar uno de los puntos de control de forma decidida para no ser mínimamente interpelado. No se trata de un error del sistema. En estos días se ha filtrado la noticia de que los revisores han recibido directrices de no parar a personas con apariencia de residentes —quienes teóricamente deberían identificarse como tales—, con el evidente objetivo de limitar su malestar por una medida que, objetivamente, en nada beneficia a quien vive en Venecia. Además, como han apuntado distintos juristas, los revisores no tienen potestad legal para parar o identificar a una persona. Esa inseguridad jurídica es probablemente el motivo por el que en todo el periodo de prueba no ha llegado a ponerse ninguna multa, incluso cuando algunos activistas han intentado forzar los controles.

Al mismo tiempo, los números hablan claro: cientos de miles de personas han seguido a pies juntillas la nueva medida, aceptando el control con nula reticencia a pesar de su evidente inutilidad. Incluso los habitantes de la ciudad—entre quienes resulta difícil encontrar alguien favorable— la oposición explícita ha sido, en términos numéricos, más bien tímida, si bien determinada: una manifestación, organizada el primer día de la medida y bloqueada inmediatamente por la policía, numerosos repartos de panfletos informativos y pequeños grupos de ciudadanos que han intentado «sabotear» el dispositivo de control intentando evidenciar contradicciones legales y de método.

Las transiciones revolucionarias son, por lo general, poco seguras. Ciertos cambios radicales, desde el punto de vista de quienes los promueven, tienen más probabilidades de ocurrir si se producen de forma progresiva. En el caso italiano ese principio es aún más válido, considerando una gestión pandémica que transformó el pasaporte covid en un «pasaporte para la vida», produciéndose importantes revueltas y desarrollándose una nueva sensibilidad, en una parte significativa de la población, respecto a la cuestión del control digital.

Cortina de humo ante una ciudad en colapso
A pesar de que el sistema de vigilancia construido por el Ayuntamiento de Venecia —en colaboración con empresas privadas— se parezca más a un panóptico moderno que a otra cosa, sus representantes han insistido en los enormes beneficios que ofrecerá a una de las ciudades más turistificadas del planeta. Una ciudad en la que la población residente está por debajo de los 50.000 habitantes, mientras que los alojamientos turísticos tienen capacidad para acoger a unas 60.000 personas.

Cámara de vigilancia y sensor de señales telefónicas en una calle de Venecia.

Según declara Bettini, el objetivo de la Smart Control Room es simple y bondadoso: obtener informaciones útiles para resolver los problemas derivados del sobreturismo. Por su parte, el alcalde Brugnaro, declaraba el pasado 25 de abril: «Esta ciudad es un ejemplo, debe quedar para las próximas generaciones. Nosotros tenemos el deber, la tarea, de preservarla.»

La hipocresía no puede ser mayor. El Ayuntamiento liderado por el también dueño de una de las mayores ETT de Italia está dejando que la ciudad se hunda completamente en la burbuja del turismo, de forma aún más evidente que sus predecesores. El número de habitantes desciende en una sangría sin fin: desde un pico a principios de los años cincuenta (unos 175.000 habitantes) las cifras han descendido progresivamente hasta alcanzar los menos de 50.000 habitantes actuales. Y nada indica que la tendencia vaya a invertirse a corto plazo: cada vez resulta más difícil encontrar casa para residir en Venecia, no ya por una cuestión económica —que también: el precio medio del metro cuadrado está en torno a los 4.000 euros para venta y en uno 18 euros para alquiler—, sino simplemente porque la mayoría de viviendas se dedican al turismo, gracias a un mercado más que rentable y la completa ausencia de regulación pública.

Los más de nueve años de alcaldía de Brugnaro, orgulloso y sincero neoliberal, hacen sospechar que no será su gobierno el primero que se ocupe de los auténticos problemas de la ciudad, como el acceso a la vivienda. Así, movimientos de fachada como el del billete de entrada —que ha tenido un enorme impacto mediático— funcionan a la perfección para tapar inacciones en cuestiones fundamentales.

Pero no se trata de una mera cortina de humo. Mirando el cuadro en su conjunto, se puede afirmar que tanto el billete de entrada como la SCR prefiguran un modelo de ciudad inteligente en el que la vida cotidiana —por no hablar de las marginalidades y los contrapoderes— se encuentra bajo continuo control policial, en estrecha colaboración con empresas que obtienen beneficios económicos de la vigilancia. Es la cara B de ese futuro tecnoidílico que a menudo se nos expone: ambientes modernos a la medida del usuario, ecológicamente sostenibles y en los que los conflictos urbanos —ya sean de carácter social o simplemente organizativos— se resuelven a través de la tecnología, y muy especialmente gracias a la inteligencia artificial.

Maria Fiano, activista de OCIO (Observatorio Cívico de Vivienda) reflexiona en el cierre de Smart Controlled: «Hace falta muchísimo trabajo para crear una plataforma [como la que gestiona el billete de entrada], muchísimos años para que la población acepte la medida, para que la acepte el garante de la privacidad, para entender cómo es posible activar completamente un sistema de ese tipo, muchísimo tiempo que perderemos en saber quién puede efectivamente revisar si la gente se ha descargado el QR correcto, si tiene derecho a la exención… Años y dinero perdidos que podrían invertirse en rediseñar la ciudad, en la manutención de los edificios, en la regulación de los alojamientos turísticos — algo que, recordemos, la ciudad de Venecia es la única en Italia que podría hacerlo desde ya».

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