de Beppe Battaglia
Publicado en italiano en Napoli Monitor el 19/03/2023
Traducción inédita
Llegará un día en que la civilización avanzará
y las deudas serán pagadas de forma distinta,
a la de ser encerrados estúpidamente
para hacer cosas estúpidas
durante equis estúpidos años de vida.
El pasado jueves por la mañana nos dejaba Franco Rotelli. El vacío de su ausencia será percibido no solo en el frágil universo de la salud mental, sino también por todas aquellas personas y colectivos que reflexionan y luchan contra la violencia de las instituciones totales. Su pensamiento crítico sobre esos mundos ha sido siempre sólido y resistente, desde el principio hasta el final de sus batallas, sin distinguir en ningún momento entre un manicomio o una institución postmanicomial y una cárcel o cualquier otro lugar de coerción humana.
Tras los muros nacen solo monstruos.
Tras los muros no podrá nunca nacer nada bueno
y hay que saber que será sempre y en cualquier caso un error.
(de una entrevista de Sara Manzoli a Franco Rotelli)
El internamiento, la residencialidad y la exclusión son convenciones a las que estamos acostumbrados, en una sociedad que cree que la única solución posible es aislar al enemigo, al delincuente, al loco, al inmigrante. Franco Rotelli no quedó satisfecho con el cierre de los manicomios. Nunca dejó de reflexionar sobre esas instituciones, imaginándolas realmente más cercanas, que realmente acompañan, que realmente dialogan y que están realmente formadas por personas que se preocupan de otras personas, difundiendo así su pensamiento.
Si se cierra un manicomio, no desaparece la locura, y es necesario recordar que los locos siguen existiendo. Si se echa abajo una institución inútil y dañina, habrá que inventarse otra realmente cercana y útil para la persona, que no necesite encerrar y violar, sino que tenga como objetivo echar una mano a la gente, con una potencia que debería ser de ayuda y no de represión. Parece banal, pero es, en cambio, muy difícil, aún más en lugares voluntariamente desarraigados de la ciudad y construidos, en su gran mayoría, lejos de los centros urbanos.
Sería necesario imaginar que en lugar del presunto saber de los entendidos existiese un encuentro humano entre sabiduría técnica y voluntad política para tomar determinadas direcciones; teniendo siempre presente que la narración coral de la ley 180 resulta, casi siempre, miope, al no tener en consideración el contexto social en el que aquella revolución se produjo, y que en este momento histórico los intentos de echar abajo determinadas instituciones se producen en una sociedad cada vez más individualista, racista, indiferente y presuntuosa.
El médico y la rosaleda
Tengo dos fuertes imágenes de una persona extraordinaria que, por casualidad, era director general de la ASL [subdivisión local del sistema sanitario italiano, N. del T.] de Caserta. Un día, a las siete de la mañana, me lo encontré arreglando la rosaleda entre las dependencias de la ASL. Un director general que se dedica a la jardinería no podía no sorprenderme. «Este es mi trabajo», me dijo, «cuidar de la belleza para sabotear a la industria farmacéutica». «Y eso no es todo», añadió. Acompañándome al interior de la pequeña clínica psiquiátrica, me enseñó cómo la belleza se desplegaba también en los colores variables de pasillos y habitaciones, también en su andadura solemne, que interrumpía de vez en cuando para saludar a alguien, o para reflexionar en voz alta sobre el porqué de ese color o de aquella decoración.
En una pequeña habitación vacía, limpísima y muy ordenada, me enseñó detalles que uno no se espera encontrar en una clínica, empezando por los agradables olores, no sometidos a la peste del alcohol desnaturalizado o al dominio de fármacos derramados, propios de todos los ambientes hospitalarios. ¿Quién ha dicho que la habitación de una persona que sufre, o las estancias comunes, deben estar amuebladas con productos de Ikea? ¿Quién ha dicho que en el techo debe haber feas lámparas y no cristal de Murano? Incluso el aparataje sanitario, que normalmente se encuentra en la cabecera de la cama, estaba protegido por una pared de madera que ayudaba a alejar lo más posible la idea sanitaria. «A esto me refería», me dijo, «la salud reside más en la belleza compartida que en las miles de bombas químicas de la industria farmacéutica».
A partir de ahí, todos mis encuentros, no solo por trabajo, con Franco, me devolvían la imagen de una persona competente y sociable, que no obstante sabía dirigirse con extrema sencillez a los profanos en la materia, entre los que yo mismo me encontraba.
La otra fotografía pertenece al momento de la despedida, cuando decidió regresar a Trieste.
Sus colegas le habían organizado una fiesta de despedida en la Ciudad de la Ciencia de Bagnoli. Yo acababa de salir de la cárcel de Éboli, donde trabajaba como voluntario, cuando me acordé de aquella invitación. No queriendo llegar con las manos vacías para saludar a un amigo que dejaba Nápoles, encontré por el camino una pequeña tienda que tenía lo que andaba buscando.
En la Ciudad de la Ciencia, todos sus colegas se turnaron en el escenario para suplicar a su amigo que no se fuera, que se quedará aquí con nosotros. No me pareció real cuando fue mi turno y subí con mi misteriosa bolsa de plástico. «Nuestro egoísmo nos induce a intentar frenar tu decisión», le dije, «pero creo que lo justo es que vayas allá donde te lleve el viento. Por eso te deseo un feliz viaje, con la conciencia de que te llevaremos siempre con nosotros, junto a las muchas cosas que nos has dado. Puesto que has conocido Nápoles y has aprendido a quererla a pesar de los clichés, se me ha ocurrido regalarte un detalle que creo que apreciarás aun estando lejos. Un detalle que te habla de nuestro afecto y que te ayudará a elaborar nuestras ausencias».
Nunca olvidaré su abrazo y la humedad en sus ojos tras los aplausos, tras haber abierto la bolsa y haber sacado la cafetera napolitana que le había comprado.
Hoy mi despido de nuevo de ti, Franco. Que tengas un buen viaje, cada gota de rocío sobre los pétalos de rosa nos hablará de ti.