de Amedeo Cottino
Publicado en italiano en Volere la Luna el 13/01/2023
Traducción inédita
Hoy en día, afirmar que la criminalidad empresarial se encuentra integrada en la naturaleza misma del sistema capitalista por ser fruto, en última instancia, de la contradicción entre la posesión privada de los medios de producción y su finalidad social, parece una osadía. A pesar de ello, la tesis resulta sensata leyendo los datos que Alberto Gaino, con rigor y pasión, ha recogido en su libro Il silenzio dell’amianto [El silencio del amianto] (Rosenberg&Sellier, 2021, inédito en castellano). Se trata de datos que revelan cómo las decisiones empresariales de Stephan Schmidheiny, señor absoluto de Eternit, principal marca de la industria del amianto [material también conocido como uralita o asbesto en castellano, N. del T.], priorizaron sistemática y conscientemente, durante una década (1976-1986), los beneficios económicos respecto a la salud de los trabajadores y a la tutela del medio ambiente. Los datos epidemiológicos hablan por sí solos. En el contexto de una mortalidad mundial anual estimada en torno a las 255.000 víctimas a causa de la exposición a la sustancia, en Italia «la herencia del amianto equivale a […] 4000 víctimas al año entre quienes mueren de mesoteliomas malignos, asbestosis y tumores pulmonares […] Se estima que desde 1992 (año en que se prohibieron la extracción de amianto, la producción de manufacturas que contuvieran este mineral y su comercialización) hasta el 2092, las víctimas del polvo gris ceniza o blanco serán más de 100.000». Muertes que, a largo plazo, habrían sido interpretadas como una fatalidad, si no hubiese sido por la batalla llevada a cabo, en un primer momento, por valientes trabajadores y, más tarde, progresivamente, por un auténtico movimiento social organizado en torno a la Asociación por la Tutela de las Víctimas del Amianto y la Silicosis, en la ciudad símbolo de esta lucha, Casale Monferrato.
El empresario suizo Stephan Schmidheiny demostró ser una brillante mente criminal. Estamos en 1976 y «Schmidheiny, que hace poco se ha convertido en accionista mayoritario de la multinacional, convoca a los 30 dirigentes de los establecimientos Eternit dispersos por todo mundo. La reunión se realiza a puerta cerrada […] Resultan de especial relevancia las intervenciones del empresario al principio y al final del encuentro. La primera, para declarar que el amianto es muy dañino, que puede provocar cáncer. La segunda, para decir que él mismo ha intentado abandonarlo, sustituyéndolo por otros materiales sin repercutir en el alto nivel de producción de Eternit. Ha hablado con el resto de productores y estos le han contestado con una negativa: las alternativas no convencen. Por último, el gran patrón da una orden […]: hay que seguir con el amianto, y a los trabajadores hay que decirles que no pasará nada si se toman las precauciones necesarias (cubrir la boca con una mascarilla y no fumar). El humo de los cigarrillos es la auténtica causa por la que el cáncer está matando a gente por todas partes […]. Esta será nuestra estrategia de prevención. Más aún, nuestro mantra. En breve recibirán más instrucciones». Pero la cosa no acaba aquí. Se puso a disposición de los dirigentes un manual, el AULS 76, «que contiene minuciosas indicaciones para la gestión de distintos escenarios que podrían presentarse: protestas sindicales, presiones de las comunidades locales, abogados y grupos ecologistas». «Hemos visto» —se lee en el AULS 76— «que el potencial riesgo para la salud del amianto es utilizado por muchas personas como motivo para desacreditarlo, de forma claramente exagerada, no factual y muy prejuiciosa».
No obstante, resulta importante no ver solo el árbol, Schmidheiny, sino también el bosque o, lo que es lo mismo, el variopinto grupo de personajes de la política, la burocracia, la ciencia y el derecho que, de distintas formas, contribuyeron a hacer posibles esas decisiones. Si en la mina a cielo abierto de Balangero se siguió extrayendo amianto impunemente durante décadas; si en Casale Monferrato fue posible elaborar ese material y esparcir por doquier y con toda tranquilidad el «polvito» (esto es, el producto de deshecho más peligroso de todos) no fue mérito exclusivo de Stephan Schmidheiny. En el banquillo de los imputados no debería sentarse solo él. Habría que hacerles sitio también a todas aquellas personas que, desde distintas posiciones, toleraron o favorecieron su actividad criminal. Se trata de asesores científicos (muchos de ellos profesores universitarios), asesores de relaciones públicas, espías, jueces, directores generales, ministros y, por último, aunque haya sido solo tangencialmente, presidentes del gobierno; todos ellos dispuestos, cada uno desde su posición, a echarle una mano al gigante del amianto. Lo que se dice auténtica solidaridad de clase.
Del concienzudo trabajo conjunto de ese grupo de personas derivan «los análisis tranquilizadores» que fueron presentados por el encargado de la seguridad laboral en multitud de empresas. O las afirmaciones lapidarias de uno de los asesores alemanes de Eternit, el profesor Robock, según el cual «el riesgo de cáncer es relevante solo en grupos de trabajadores del sector del aislamiento [térmico], y limitado a los fumadores. El riesgo resulta insignificante y para nada excesivo en los trabajadores de otros sectores de la industria del amianto». Naturalmente, con el paso del tiempo y tras varios procesos judiciales, se hizo cada vez más difícil negar la peligrosidad del amianto. Llegados a ese punto, el mandato al experto, al profesor de turno, paso a ser que insistiera en llevar a cabo «las necesarias soluciones de compromiso entre los usos socialmente deseables de la sustancia y las precauciones socialmente sostenibles». ¿Y cómo era posible asegurar «un uso socialmente deseable del amianto»? Con una simple receta: bastaba evitar a toda costa que se hiciera visible lo que Stanley Cohen ha denominado el triángulo de la atrocidad, esto es, el conjunto compuesto por tres elementos: la «víctima», el «perpetrador» y el «espectador» (Estados de negación, 2005). En otras palabras, bastaba hacer desaparecer la misma escena del crimen y a sus actores. Y la persona adecuada para ese trabajo fue un anónimo asesor de relaciones públicas que trabajaba en un estudio milanés.
Pero no era suficiente: «Por un millón de euros, el entorno del businessman suizo teorizó cómo intervenir en las direcciones de los periódicos y, sobre todo, cómo contener a los periodistas tocapelotas que no se adaptaban, así como […] espiar a quienes más temía en Italia: la Asociación de Familiares de Víctimas del Amianto». Sí, porque se trató de auténtico espionaje. Hubo quien, viviendo en Casal Monferrato y por la suma de dos millones de liras al mes, informaba de cada paso que pretendían dar los familiares de las víctimas. La lista de cómplices es larga. Otro movimiento del milmillonario Schmidheiny fue retrasar la regulación legal sobre el mineral. Como se puede leer en el acta de una reunión mantenida en la sede de Assocemento [patronal italiana de la industria del cemento, el amianto y el yeso, N. del T.], en noviembre de 1978 dominaba la preocupación por una propuesta de ley regulatoria del amianto. No obstante, a los presentes les resultó tranquilizadora la noticia de que «el abogado Annibaldi de Confindustria [principal patronal de la industria italiana, N. del T.] ha intervenido en el Ente Nacional de Prevención de Accidentes (ENPI) para ralentizar la aprobación de normativas limitantes». Y este es solo un ejemplo.
Hoy día, con un gobierno que, paso a paso, le está dando una nueva vida a la huella —jamás borrada— que las dos décadas de régimen fascista dejaron en nuestro país, la conciencia de la impunidad de los trabajadores de cuello blanco[white-collar workers] es más urgente que nunca. Sabemos que es un objetivo difícil de alcanzar, en parte por el manto existente de mentiras oficiales y, en parte, porque el enraizamiento de un cierto cliché del criminal en la opinión pública parecer ser inamovible. La cultura dominante construye al delincuente por antonomasia como un humano cuya principal característica y culpa es encontrarse en los márgenes de la sociedad. En el pasado, fue el subproletariado; hoy, mucho más a menudo, lo es la persona migrante. Resulta importante recordar que ese apelativo es casi imposible de encontrar en las crónicas de las gestas de políticos como Bettino Craxi o de empresarios como Silvio Berlusconi; y, mucho menos, en las de los distintos consejeros delegados de Eternit. A esta multinacional, y especialmente a su propietario, Stephan Schmidheiny, les ha llegado, quizás, el momento del ajuste de cuentas. «El juez de audiencia preliminar Fabio Filice, del Tribunal de Vercelli, encausó, el 24 de enero de 2020 y por el delito de homicidio voluntario múltiple al último representante de la familia que durante décadas controló y dirigió Eternit». Un ajuste de cuentas provisional, porque la lista de muertes que ha acompañado durante años la extracción y elaboración de amianto y sus derivados por parte del grupo Eternit está muy lejos de completarse.
Mientras tanto, no se rinde la pequeña ciudad de Casal Monferrato, donde siguen activas las asociaciones que representan a todas las víctimas del amianto, apoyadas por el trabajo de investigación llevado a cabo por el epidemiólogo Benedetto Terracini y su equipo. Se demuestra así aquello que decía Stanley Cohen de que «existen ciertos periodos de la historia que empiezan de forma imperceptible, cuando un cierto momento impersonal permite, como por arte de magia, la coincidencia de muchos momentos personales; cuando una sociedad al completo “se deja ver” y reconoce la verdad». Eso es precisamente lo que ha ocurrido en Casal Monferrato. La esperanza es que pueda ocurrir en muchos otros lugares de nuestro país, y las oportuniades, por desgracia, no faltan.