de Livio Cerneca
Publicado en italiano en Charta Sporca el 01/09/2022
Traducción inédita
Un resfriado es al cáncer lo que la pandemia es a la crisis medioambiental y climática. Todos los términos de esta proporción son de orden científico.
La pandemia de Covid-19 ha sido un evento excepcional que ha requerido tomar medidas extraordinarias; hemos aceptado limitaciones de los derechos y libertades porque los gobiernos nos aseguraban que se trataba de protocolos requeridos por las evidencias científicas. Los protocolos se han aplicado a menudo con perversa creatividad, pero se nos ha explicado que eran necesarios, porque los datos científicos estaban ahí demostrando lo muy seria que era la situación, y era seria de verdad.
Pero la ciencia también afirma, con datos igual de sólidos y desde mucho antes de la pandemia, que el planeta ya no es capaz de soportar nuestros hábitos y que resulta necesarios cambiar inmediatamente el sistema económico, productivo, energético, cultural y social para intentar evitar, o por lo menos frenar, los imprevisibles y violentos cambios en la biosfera, respecto a los cuales la pandemia nos parecerá un banal resfriado, una uña encarnada, un rasguño en la rodilla.
Y ahora, de repente, la ciencia ya no cuenta nada. Los planes políticos internacionales no contemplan intervenciones radicales de máxima urgencia, incluso impopulares, para contener la onda expansiva que en pocas décadas transformará nuestro hábitat hasta hacerlo hostil para nuestra vida y la de muchas otras especies.
Para protegernos del virus, no ha habido vacilaciones: nos hemos encontrado, de un día para otro, en una realidad indistinguible de un sueño, y hemos tenido que aceptarla, porque si no se nos propinaba un palazo en la cabeza: teníamos que fiarnos de la ciencia, y lo hemos hecho. Algunos de mejor gana, otros de peor, pero nos hemos adaptado.
Al parecer, la supervivencia del género humano no tiene la misma importancia, no está entre las prioridades, porque no se ha anunciado ningún tipo de medida extrema, aunque la ciencia se haya expresado en los mismos términos absolutos que respecto a la pandemia.
Así, podemos seguir quemando libremente combustibles fósiles y, más aún, aumentamos su extracción; insistimos en producir plástico y otros materiales sintéticos y tóxicos que han acabado entrando en la cadena alimentaria; seguimos deforestando sin pausa áreas tan vastas como países enteros; matamos a miles de millones de animales domésticos y salvajes; permitimos un uso indiscriminado de sustancias perjudiciales para nuestra salud, para otros seres vivos, el terreno, el aire y el mar; el agua potable escasea y aceptamos que se siga embotellando y vendiendo; no bloqueamos la fabricación de objetos y servicios superfluos que requieren grandes cantidades de energía y derroche de recursos naturales y trabajo, los cuales podrían utilizarse en beneficio de toda la comunidad.
Nos hemos encomiado dócilmente a la ciencia para resolver un problema grave, pero la ignoramos ahora que hemos de afrontar otro que será fatal para nuestra vida.
No nos hagamos ilusiones, el destino está ya marcado. Pero podemos decidir cómo queremos llegar a él:
si a través de un recorrido voluntario, rápido pero gradual, pilotado, en el que iniciemos un camino de inevitables pero soportables renuncias, y recuperemos –o inventemos– un estilo esencial, sobrio, donde se requiera más manualidad y menos electricidad, menos apariencia y más funcionalidad, más verduras y cereales y mucha menos carne;
o bien dejarnos coger desprevenidos, viendo como se nos cae encima una imposición, un orden categórico, hasta encontrarnos bruscamente a la merced de decisiones apresuradas dictadas por el pánico, en el último minuto, sin margen de maniobra, en el caos, incrédulos, rabiosos e impotentes.
Si pretendemos seguir la primera -y más ventajosa- posibilidad, lo que nos hace falta es otro confinamiento, pero esta vez permanente y sin limitaciones a la movilidad de las personas, un bloqueo total y definitivo de procesos productivos superfluos, acompañado por una completa revisión de aquellos que son, en cambio, indispensables.
En el origen de esta revolución se halla una profunda modificación de la concepción del “trabajo”, porque el trabajo como estamos acostumbrados a pensarlo hoy en día es la auténtica causa del daño ambiental y climático: la vasta producción y el transporte de mercancías a grande distancia, la creación de necesidades imaginarias, el suministro de servicios materiales e inmateriales que sirven solo para consolidar una cadena de beneficios desenganchada del valor real de la prestación, el derroche alimentario, el aporte continuo al mercado de objetos realizados expresamente para convertirse en basura.
Sea cual sea la decisión que tomemos, nos espera, antes de lo que podamos imaginar, un mundo distinto del que hemos vivido hasta ahora. Tendremos que contentarnos con poseer menos cosas, movernos más a pie, con la bici o medios colectivos, tolerar las condiciones climáticas estivas e invernales sin pretender tener siempre una temperatura ideal en nuestras viviendas. Será necesario reducir todo a lo esencial. Las tecnologías alimentadas por energía eléctrica quedarán reservadas solo a las actividades más importantes, como la sanidad -que deberá ser exclusivamente pública-, y a pocas más. Un texto como éste que estáis leyendo estará disponible solo en soportes analógicos o a través de una lectura en voz alta a un público de personas presentes in situ.
Darle un vuelco a todo lo que hasta ahora habíamos dado por sentado y definitivo puede parecer una locura. Pero si nos paramos a pensar en el tipo de vida que llevamos cada día, en cómo utilizamos nuestro tiempo y en el sentido de las largas horas que dedicamos al trabajo; si nos paramos a pensar en lo que poseemos y lo que realmente deseamos, no nos resultará tan fácil establecer con seguridad cuál, entre los dos tipos de existencia, resulta más absurdo.