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Los chinos en el instituto

de Valerio Evangelisti //

Breve relato autobiográfico sobre el amanecer y el ocaso del maoísmo en un instituto boloñés de los años 70.

de Valerio Evangelisti
Publicado en italiano en Carmilla el 07/08/2022
Traducción inédita

[El presente texto apareció por primera vez en Quando suona la campanella. Racconti di scuola (Cuando suena el timbre. Relatos de escuela) del Centro de Estudios del sindicato de base COBAS Scuola, publicado por Manifestolibri en 2006]

Las clases habían empezado hacía pocos días. Era octubre de 1969 y yo iba a primero de instituto clásico (hoy correspondiente a tercero, creo) [equivalente a primero de bachillerato, N. del T.], al Marco Minghetti de Bolonia. Un instituto especial, el Minghetti. Había llegado tras un año desastroso en el instituto clásico rival, el Galvani. “Desastroso” no por los resultados, sino por el ambiente. Tenía como compañeros de clase chavales en su mayoría ricos o muy ricos, con los que me costaba establecer relaciones. Además, había un amplio predominio de fascistas, quizás más en las actitudes que en la ideología (supe después que el instituto contaba entre sus alumnos con Gianfranco Fini, pero yo no me acuerdo de él).

La composición social del Minghetti era muy distinta. Predominaba la pequeña burguesía. La politización era escasa, pero en el 68 un estudiante de último año, apodado Bifo, había organizado una huelga y una sentada en la entrada del despacho del director, y yo había participado. También se habían organizado asambleas, aunque sobre temas marginales (el mal estado de los baños, la exigencia de un distribuidor de bebidas, etc.).

Pues bien, aquel día de octubre de 1969, cuando llegué al instituto, me aguardaba una sorpresa. Ante la entrada había una fila de jóvenes, dispuestos con un orden casi militar. Cada uno de ellos llevaba en el cuello un pañuelo rojo con la efigie de Mao, y cada uno sujetaba una bandera con una hoz y un martillo con las esquinas recortadas sobre la frase Servir al pueblo. Otros repartían panfletos y el periódico La guardia rossa [La guardia roja].

Justo lo que estaba esperando. Para ser sincero, hasta el verano no había sido para nada maoísta. El año anterior, con otros dos chavales, formé en el instituto el Círculo Anarquista Bandera Negra. Repartimos seis copias de un panfleto, hecho con papel carbón, y colgamos en una ventana una bandera —obviamente— negra, sacada del delantal (que por entonces era obligatorio para las chicas) de una compañera de clase. Nada más. Luego, durante las vacaciones, me leí las Citas del pensamiento de Mao Tse-Tung editadas por Feltrinelli. No es que me hubiesen convertido, pero parecían movilizar a masas de jóvenes en todo el mundo. Yo tenía ganas de pelea, y Bakunin me parecía insuficiente (Umanità Nova [periódico de parte del movimiento anarquista, N. del T.]era un auténtico suplicio). La ostentosa aparición de los maoístas ante el Minghetti fue un maná caído del cielo.

Aquella misma tarde, algunos compañeros de clase y yo —recuerdo a Massimo Stagni, Cesare Vianello— acudimos a la dirección indicada en el panfleto. La Unión de Comunistas Italianos Marxistas-Leninistas tenía su sede en un pomposo edificio de Viale Dante, puesta a disposición, como supe después, por un notario que colaboraba en los Quaderni Piacentini. Cuando llamamos a la puerta nos abrió una chica guapísima que levantó el puño. «¿Qué queréis, camaradas?»

La entrada era una avalancha de banderas rosas y un gramófono tocaba las notas de El oriente es rojo y de otros himnos chinos. Nos hicieron entrar en una sala que ya acogía a otros estudiantes del Minghetti: Libero Fontana, Pietro Poggi, Francesco Cifiello y una chica aún más encantadora que la que nos había abierto, de larga cabellera roja (no recuerdo su nombre). Un dirigente de la Unión, un tal Briganti, estaba ilustrando un opúsculo de Aldo Brandirali, líder supremo del grupo. En las paredes, amenazantes carteles exhortaban a cuidarse el bigote y no llevar barba, a fumar con moderación, etc.

Todos salimos de allí afiliados a la Unión y con quintales de periódicos para vender. La guardia rossa contenía un relato ejemplar de una limpiadora de comunidad que había sacado a los inquilinos de la servidumbre de los electrodomésticos privados. Las páginas centrales las ocupaba el texto de la futura Constitución de la República Italiana. Jurídicamente era un poco basta —“Los curas podrán dar misa, pero no recibirán dinero del Estado”— y preveía un montón de fusilamientos; pero pensé que, antes de la revolución, habría sido sin duda perfeccionada.

Pocos días después, estaba delante del Minghetti, con mi pañuelo rojo en el cuello y agitando la bandera. Pasó la profesora de italiano de mi antiguo instituto y me dijo: «¿Ves que tenía razón cuando te llamaba Mao-Mao?». Efectivamente nos había bautizado así, a mí y a una compañera de clase, Luciana Emiliana, después de que en un tema escrito nos hubiésemos posicionado a favor del mayo francés. Le contesté con un gruñido.

La aventura maoísta duró pocos meses. La Unión no parecía tener una línea demasiado clara respecto a los estudiantes. Un día a la semana entrábamos en el instituto una hora después, a las nueve, y a mí a las ocho me mandaban a repartir panfletos que hablaban de la Gran Revolución Cultural a otros institutos más “proletarios”, como el Instituto Técnico Fioravanti, o bien a fábricas no lejanas del centro.

Mientras tanto, casi todos se habían salido de la Unión. Mis compañeros de clase habían aguantado pocos días. La militancia de los estudiantes mayores había llegado a poco más de un mes. Quedaban, junto conmigo, el jefe de la célula Ciffiello (dejó la Unión solo cuando le pidieron dejar los estudios e irse a trabajar a una fábrica) y la chica pelirroja, que por otro lado era inaccesible por el puritanismo riguroso que reinaba entre los maoístas.

A mí la crisis me llegó después de un tiempo. Había una huelga general, y la Unión había organizado una manifestación propia. Agitábamos los Pequeños Libros Rojos (que habían llegado impresos desde China), gritábamos “¡Stalin, Mao, Brandirali!”. Nos paramos a saludar a un autobús de turistas japoneses, a los que confundimos con “camaradas chinos” y que estuvieron muy contentos de hacernos fotos. Ya desde hacía tiempo tenía dudas; aquella puesta en escena me confirmó que estaba participando en una auténtica mamarrachada.

Y de pronto se nos cruza, a la altura de Piazza Maggiore, una manifestación totalmente distinta. No llevan banderas, se mueven rápidamente. Muchos llevan un pañuelo tapándoles parte de la cara, mantienen estrechas las filas sujetándose mutuamente con mangos de madera. Gritan un único eslógan: «¡Lucha continua! ¡Poder obrero!». A los maoístas ni nos miran.

En un instante, tomo mi decisión. Me quito el pañuelo con el retrato de Mao y se lo doy a la persona que está a mi lado. Corro persiguiendo la otra manifestación, que ha tomado ya la calle Rizzoli y están entrando en la calle Zamboni. Diez minutos después estoy derribando, con una señal de tráfico usada como ariete por decenas de brazos, la puerta de la universidad que da a Via Belmeloro. La policía carga, pero se rechaza el ataque varias veces. Confundido en una marea de personas, hago irrupción en el rectorado. Empieza para mí una nueva vida.

Algún tiempo después me enteraré que el 16 de febrero de 1970, la Unión de los Comunistas Italianos Marxistas-Leninistas me ha expulsado por “indignidad política y moral”. Ha expulsado también a la chica pelirroja, quizás por error. A ella no sé, porque nos perdimos de vista; pero a mí, de aquella expulsión, no podía importarme menos.

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