de Jack Orlando
Publicado en Carmilla el 29/06/2022
Traducción inédita
Los tiempos de la picadora del periodismo mainstream hacen que las noticias acaben siempre ocupando las primeras páginas durante pocos días, como mucho una semana, para desaparecer poco después en el flujo indistinto de las news. Los eventos, así, son percibidos como autogenerados e independientes, perdiendo completamente su significado en el conjunto de la realidad.
Regresamos pues, contracorriente, un mes después, a un episodio que ha ocupado los telediarios italianos durante una semana, con los tradicionales tonos histéricos y apocalípticos. Y que ha atraído hacia sí el evergreen de la emergencia.
Peschiera del Garda, localidad de playa [en el homónimo lago] para el esparcimiento de fin de semana en el centro del motor de Italia. El 2 de junio [día nacional italiano, N. del T], una concentración de chavales de proporciones notables termina convirtiéndose a ojos del pueblo en poco menos que en una invasión bárbara.
La dinámica es simple: un llamamiento en Tik Tok para hacer una quedada espontánea consigue reunir, como ha pasado en otros lugares y en otros momentos, a cientos, sino miles, de jóvenes adolescentes. Parecería casi una especie de innovación de esos modelos de reapropiación del espacio que hace años habríamos llamado rave o taz; y ya aquí podríamos encontrar un primer elemento de interés, pero vayamos más allá.
La concentración de chavales toma cuerpo y libera energías comprimidas, energías potentes y frustradas que solo puede sentir un adolescente que durante dos años no ha podido experimentar relaciones sociales dignas de ese nombre. La situación degenera rápidamente y de tirarse al agua en grupo y bailar por las calles se pasa, sin solución de continuidad, al asalto de bares, el robo de móviles y la vandalización de los establecimientos.
Para arreglar las cosas, llega la policía, que reparte porrazos y lleva las cargas a las playas y al paseo que rodea el lago, sin que ello parezca molestar especialmente ni a los chavales que reciben, ni al resto de un pueblo que a estas alturas parece no encontrar nada raro en la visión de unidades antidisturbios enfrentadas a chavales de 14 años en bañador y chancletas en la orilla de un lago.
Hacia el final del día, andenes invadidos, vagones tomados por asalto y acoso a chavalas en los trenes. Y, más tarde, el típico carrusel de declaraciones neuróticas sobre programas de seguridad para blindar playas y estaciones desde el día siguiente, y de pésame por la Fiesta de la República arruinada a los bañistas.
Pero no ha sido todo este lío lo que más aprensión ha generado. Los que acudieron a Peschiera del Garda eran sobre todo chavalines de segunda generación, italianos con sangre magrebí o africana. Son los hijos de las oleadas migratorias de las últimas dos o tres décadas, los hijos, por tanto, de esa capa de población cuyo derecho a la vida dentro de estas fronteras es rehén de una extensa red de obstáculos y chantajes. Derecho relegado principalmente a los escalones bajos del proletariado, donde la vida transcurre entre trabajos mal pagados, autoexplotación, precarización total de la vida y actividades ilegales. Son la juventud de los bloques del extrarradio y de las provincias grises.
Encarnan un prototipo casi perfecto de las humanidades generadas por el capital. Lejos de representar una marginalidad movida ontológicamente por instintos vándalos o criminales, representan en primer lugar el fruto estable del tardocapitalismo. Desarraigados y desgarrados por una doble identidad: ni árabes/africanos, porque quizás nunca han visto su país si no dentro de la comunidad familiar, ni tampoco italianos, ya que viven en un país que los rechaza con su tradicional racismo y que no pierde ocasión para destacar la subalternidad que les corresponde.
De esta juventud se espera que siga los pasos de sus padres y que elija su propio camino en la encrucijada entre trabajo duro y cárcel; que se quede pues quietecita en ese asfixiante aparcamiento para fuerza de trabajo a bajo coste que nos empeñamos en llamar integración.
Se trata de una historia que recuerda a la de las oleadas de jóvenes del sur [de Italia, N. del T.] que migraron para convertirse en gasolina de las fábricas del norte, antes de rebelarse a ese destino y antes de que aquellas fábricas fuesen desmanteladas. Y, en realidad, también contra aquellos obreros, por muy italianos que fueran, se proferían discursos racializantes que les cosía al cuerpo los ropajes de bestias de carga, útiles para currar a destajo o estar en una celda.
Se trata de un dispositivo colonial activo en el corazón de la democracia occidental: la clasificación continua de las personas a través de una división jerárquica que determina el rol de territorios y sujetos colectivos dentro del modo de producción, cosiéndoles a la piel una identidad determinada. Y poco importa que esa identidad la definan reaccionarios nacionalistas o progresistas humanitarios, lo importante es generar los yacimientos de fuerza de trabajo que será más tarde redistribuida en los diferentes campos de la explotación.
Volviendo a los jóvenes de Peschiera; a una vida invivible con perspectivas que son, en el fondo, deseables solo para un masoquista: el vandalismo es claramente una respuesta práctica, sin duda falaz, pero totalmente liberadora. «Destruye lo que te destruye» era el brillante eslógan de una formación política ahora ya casi olvidada, pero podría ser el credo atemporal de cualquier joven sin esperanza.
Y, por otro lado, ¿cómo podrían unos chavales que no tienen un duro disfrutar de los sitios de veraneo si no pueden pagar por su derecho a la diversión? Pues, simple y llanamente, asaltándolos.
Si no puedo alquilar una tumbona cerca de la orilla [en Italia la mayor parte de las playas son semiprivadas, N. del T.], pues invadamos todos juntos la playa. Si me miran mal mientras paseo, por el corte de pelo o el color de la piel, te destrozo la calle y lo hago con las banderas de mi tierra. Si una patrulla de policía se pararía solo por mi aspecto, pues les doy un motivo andando por encima de los coches y saltando sobre esos ridículos trenecitos para turistas. Si por norma tengo que elegir entre pagar el billete del tren o tomarme algo en un chiringuito, por una vez elijo ambas ocupando en masa el tren y no pagando lo que consumo. Tomar la mercancía, tomar la ciudad. Hacerlo descaradamente y reivindicarlo cuando la dimensión colectiva garantiza la posibilidad. Simple, límpido.
Ojo, no pretendemos hacer aquí una mitología del vandalismo o cualquier tipo de pantomima sobre jóvenes migrantes a lo «buen salvaje». Nos limitamos a recoger un hecho y a analizar sus posibles implicaciones: en Peschiera del Garda, una subjetividad hasta ahora ignorada ha impuesto su presencia a un pueblo al completo. Y ha generado un cortocircuito en las capacidades de respuesta.
A los soberanistas se les ha caído el espantajo del extracomunitario violento: es verdad que son hijos de inmigrantes, pero han nacido aquí, han ido al colegio aquí, y haciendo el vándalo junto a ellos hay también jóvenes blancos y puramente itálicos, ¿cómo podemos mandarles a su país si están ya en él? Sobrecogidos por la histeria, no pueden hacer nada más que declarar, como en la famosa película, con énfasis y gravedad, que la represión es la única cura, la única respuesta civil a esta barbarie.
Por otro lado, a los filántropos del humanitarismo progresista les resulta difícil ver la complejidad de la situación o invocar comprensión por estos jóvenes, víctimas del malestar y del racismo, cuando esos mismos chavales reivindican que, por un día, «Peschiera es África» y acosan a chavalas toqueteándolas y diciéndoles que el tren en el que viajan «no es para blancas». Balbucean así los demócratas, y luego niegan tristemente con la cabeza constatando el fracaso de su cultura de la integración.
No es casualidad que, al final, casi toda la atención mediática, política y judicial se haya concentrado en el acoso sexual a bordo del tren. Se trata del único tema en el que se podía converger para lanzar una condena unánime y con el que se podía archivar el incidente explicándolo como consecuencia de una atávica y violenta pulsión sexual troglodita que los jóvenes en cuestión, aún en el ecuador de sus prácticas de vida civilizada, portan en su interior, como un pecado original, por sus orígenes tribales y retrógrados. Como ésos que durante una nochevieja milanesa no acosaron, simplemente, a varias chicas, sino que practicaron un Taharrush Jama’i, un ritual pagano, terrible y lejano. Como si Italia no fuese un baluarte de la violencia patriarcal, como si la juventud, inmigrante y no, no creciese con modelos de masculinidad patéticamente artificiales y toscos.
En este punto es posible apreciar el embarazoso silencio de la conocida como izquierda antagonista, cuyo reflejos paulovianos, en ausencia de marcos de lectura, se limitan a anatemas o exaltaciones por el fenómeno del momento. Pero no se puede condenar a jóvenes racializados y de clases populares, ni se puede tampoco compadrear con violadores en potencia, que son, además, un poco racistas. La cultura de pertenencia de las bandas de Peschiera es demasiado lejana y problemática para asumirla tal cual. Es la subcultura del trap, con sus mitologías gangstas, que habla de menudeo y pistolas, de billetes sucios y coches robados, donde los otros son hermanos o presas y las mujeres, trozos de carne (sí, sabemos que hay más, pero aquí no estamos haciendo ni sociología ni crítica musical).
Es cierto, se trata de una cultura altamente neoliberal, pero no parece posible otear en el horizonte una dimensión alternativa capaz de influenciar otros imaginarios. Y, en esa grave ausencia, este tipo de subcultura es lo que más se acerca a una idea de liberación del trabajo, de autoemancipación. Esa juventud lo sabe bien, ninguno de ellos quiere morir en la obra o sobre una bici de Glovo, todos quieren dinero suficiente para tener una vida plena.
Por otro lado, no hace falta tener un póster de Lenin en la habitación para saber que se viviría mucho mejor sin tener que currar para un patrón. Viene a la cabeza el famoso discurso de un mítico vándalo milanés de los años 70. «Nosotros queríamos estar mejor, vivir mejor: comer, beber, follar, ser más libres que antes. No queríamos ir a morir al Innocenti» [fábrica de la homónima empresa metalmecánica, N. del T.]. A esos jóvenes proletarios de ayer, el movimiento revolucionario les daba perspectivas. A los chavales del pasado 2 de junio, se las dan Baby Gang y Massimo Pericolo. Distancias siderales que convergen en una simplísima instancia, común y primitiva, antigua como el mundo.
En Peschiera emergió, al menos por un momento, una subjetividad salvaje que es immune tanto al victimismo como a la criminalización estereotipada y las apologías utópicas. Ha emergido la banlieu que conocíamos solo al otro lado de los Alpes, la de los hijos bastardos de la metrópolis. Se trata del bautismo a la italiana de una figura que ha salido a la superficie para quedarse, y que nos obliga a relacionarnos con ella, con sus contradicciones y sus potencialidades.
En Peschiera no había nada de político. De prepolítico, todo o, por lo menos, lo esencial.