de Wu Ming
Publicado en italiano en Giap el 01/03/2022
Traducción inédita
En nuestros libros, publicados en 2015, Cent’anni a Nordest [Cien años a Noreste] y L’invisibile ovunque [Lo invisible por doquier; traducido al catalán como L’invisible arreu, N. del T.] reflexionábamos, utilizando las herramientas del reportaje y la literatura, sobre el centenario de la Gran Guerra y sobre cómo se estaba celebrando en Italia. Lo hacíamos acordándonos de las guerras yugoslavas de los años 90 y a la luz del conflicto en Ucrania. Porque, conviene recordarlo, la guerra en Ucrania existe desde 2014.
La conclusión era que, cien años después de la Primera Guerra Mundial, nuestro país, y en parte toda Europa, necesitaban más que nunca (y los habrían necesitado cada vez más) anticuerpos antimilitaristas, ejemplos de deserción, de rechazo a cualquier tipo de reclutamiento. Porque lo del continente en cuyo suelo no se habría vuelto a combatir una guerra no era más que una patraña.
Desde hace años nos ocupamos, desde distintos enfoques, del “enroque” que ha sufrido históricamente el antimilitarismo. Lo ha sufrido en Occidente y especialmente en Italia, donde una cierta coalición político-cultural transversal ha trabajado diligentemente para esparcir por doquier toxinas nacional-patrióticas, autoritarias, belicistas y militar-fetichistas (¡qué hermosas son las Flechas Tricolores! [aviones de caza con funciones similares a la Patrulla Águila española en eventos institucionales, N. del T.]).
Una ofensiva cultural “legitimante”, cuyos promotores, viendo las pocas resistencias a las que se enfrentaban, han sido cada vez más osados. No se han parado ante nada, entre falsificaciones históricas, narraciones tóxicas fundadas en el extendido mito de los «italianos, buena gente», nunca culpables de nada –véase la propaganda revanchista sobre las foibas– y celebraciones institucionales de momentos presuntamente «gloriosos» de la patria: la batalla de El Alamein (recordémoslo: codo con codo con los nazis), la guerra marinera de la X MAS [unidad militar famosa por su contribución a la lucha antipartisana y colaboración con la República Social Italiana, el régimen títere instaurado por los nazis tras la caída del Fascismo, N. del T.], los bombardeos ilegales en España, las bombas lanzadas en Inglaterra (también aquí codo con codo con los nazis), etc.
Hoy día, el militarismo y el belicismo están totalmente fuera de control, casi nadie los cuestiona.
Hemos visto a los dos marò acusados de homicidio trasformados en héroes de la patria.
Hemos visto al ejército desplegado por las calles con responsabilidades de orden público.
Lo hemos visto hacer propaganda en los colegios.
Y por encima de todo, en los dos últimos años hemos sufrido la militarización acelerada de la gestión pandémica, bajo el paraguas de una retórica belicista, con la bandera tricolor por todas partes y un general en uniforme de camuflaje como representante de la campaña de vacunación. La emergencia de la pandemia como «guerra al virus».
Ya en marzo de 2020 señalamos que:
«Si hablo de la contención de los contagios como si fuese una guerra, con sus caídos, sus héroes, sus mártires, los boletines diarios del frente, los hospitales como trincheras, las batallas cotidianas, los aliados, el virus que se convierte en “un enemigo”, etc., todo esto me llevará a aplicar el mismo marco de actuación en otros casos, casi sin darme cuenta. En tiempos de guerra, quien expresa críticas sobre la conducta de los generales es un desertor, quien no se alinea al pensamiento dominante es un traidor o un fatalista, y se le trata como tal. En tiempos de guerra, se acepta más fácilmente la censura, el ejército por las calles, las restricciones a la libertad, el control social. En tiempos de guerra, todos estamos en el frente, todos estamos sometidos a la ley marcial, todas y todos llevamos puesto el casco. A fuerza de evocar metafóricamente la guerra, la guerra acaba llegando de verdad.»
Las pocas personas que han levantado la voz contra la militarización de la vida cotidiana y la emergencia pandémica han sufrido bombardeos de injurias e intensas campañas denigratorias (como le ocurrió a la escritora Michela Murgia en 2021).
En estos días, en multitud de declaraciones y titulares bastaría sustituir «Putin» con «el virus» para ver que entre ambas retóricas belicistas existe una total continuidad.
Tras estos dos años de trituradora, no nos sorprende ver cómo se aplaude la guerra –los países de la UE que envían armas a Ucrania, Alemania que se rearma, gobernantes y medios de comunicación que llaman a la movilización total de las conciencias…–, incluso por parte de personas que antes colocaban la bandera de la paz en el balcón, que se oponían al aumento del gasto militar, que se indignaban por la compra de cazas F35, etc.
Claro, esta gente dirá que también ahora se están manifestando «por la paz». Y efectivamente así lo expresan en las calles, o por lo menos en redes. Lo que pasa es que en realidad se están manifestando a favor de la guerra.
Existen manifestaciones de tipo (parafraseando) «ni con la OTAN, ni con Putin, contra todas las guerras y todos los imperialismos». Éstas son manifestaciones, simplificando, por la paz. Pero son pocas respecto a las demás, a las más mediatizadas, que son manifestaciones solamente contra Putin, ergo bajo el lema del «viva nosotros, viva Occidente», «viva nuestra política de potencia, viva la OTAN, viva el ordoliberalismo de la UE», etc. Éstas son manifestaciones objetivamente a favor de la guerra.
Cuando existe una guerra y se hacen manifestaciones solo contra el enemigo, se están manifestando a favor de la guerra.
Un principio básico de la movilización antiguerra, antimilitarista, pacifista, etc., desde 1914 en adelante –aunque, en realidad, también anteriormente, cuando el movimiento obrero se manifestaba contra las guerras coloniales– ha sido siempre: «Si no se denuncia en primer lugar el propio imperialismo, no se es creíble cuando se denuncia el de los demás».
Por otro lado, nuestro filoputinismo local resulta minoritario, aunque no por ello deja de ser repugnante, a nosotros nos parece repugnante desde siempre y lo hemos escrito más de una vez, enemistándonos (encantados de la vida) con una parte de la autoproclamada «izquierda de clase».
Hemos visto crecer el culto a Putin desde principios de la pasada década, cuando nos ocupábamos de las guerras culturales en el noreste italiano: el independentismo triestino, las contradicciones de la Liga Norte entre autonomismo y nacionalismo, etc. En poquísimos años, desde esos lugares el filoputinismo se ha extendido a todo el país, transversalmente respecto a las ideologías, “rojipardizando” el debate, mostrando lo mucho que se parecen –en la política exterior y no solo– estalinistas y fascistas, sembrando confusión, pasando de opositores a la guerra a hinchas de la geopolítica. Una bancarrota ideológica y ética.
Resulta necesaria una reconstrucción, volver a empezar desde las bases, recuperar toda la historia de quienes se opusieron a ejércitos y guerras, de quienes sabotearon, de quienes desertaron, de las luchas por el desarme nuclear, por la objeción de conciencia, por el derecho a decir «¡No, señor!».
Se trata de una tarea urgente y, al mismo tiempo, de larga duración. Es urgente iniciarla cuanto antes, siendo conscientes de que hoy día, cuando la guerra es ya lo invisible por doquier, se trata del trabajo cultural más difícil de todos.