de Alberto Prunetti
Publicado en italiano en ValigiaBlu el 25 de enero de 2022
Traducción inédita
Si fuese una película —aunque por desgracia no lo es—, debería empezar por el epílogo. Con un grupo de estudiantes de instituto que protestan contra una muerte injusta y sufren cargas policiales. Del epílogo habría que pasar directamente al prólogo. La historia de un chaval de 18 años que muere aplastado por una viga de acero. Entre una cosa y otra, sobre todo en las redes sociales, se desencadena un flame tras otro: «Ha sido la alternancia escuela-trabajo*». «Sois unos ignorantes, no se llama alternancia escuela-trabajo, tiene otro nombre». Y así todo. Blablablá.
*Instaurada en 2015 por el gobierno de Matteo Renzi, obliga a todos los y las estudiantes de los tres últimos cursos de Educación Secundaria (que en Italia va de los 16 a los 19 años) a realizar entre 200 y 400 horas de trabajo gratuito (con un máximo de 8 horas al día y 40 horas a la semana). Estas “prácticas” se pueden realizar en casi cualquier empresa pública o privada, entes administrativos y otros lugares de trabajo. Actualmente el nombre oficial utilizado es PCTO (Itinerarios para las Competencias Transversales y la Orientación, por sus siglas en italiano). Desde su instauración ha levantado grandes críticas y, tras la muerte de Lorenzo Parelli, de 18 años, el pasado 21 de enero en un accidente laboral mientras realizaba sus prácticas, se ha desarrollado un movimiento estudiantil de protesta que sigue creciendo día a día. [N. del T.]
El comentario que más me ha revuelto por dentro ha sido el de la sindicalista (y escritora) Simona Baldanzi. Habla de su trabajo, de una chica muy joven que entra en la CGIL [principal sindicato italiano, N. del T.] buscando un empleo, pensando que la «Cámara del Trabajo» [nombre tradicional de la CGIL] es una ETT; de un chico que le dice que la huelga es ilegal; de otra chica que quiere pedir el paro, pero que no sabe qué son las cotizaciones.
El problema no es de los chavales. Hay adultos que trabajan desde hace años y que no han entrado ni una vez en un sindicato, ni han participado en una huelga. Muy a menudo no es que no tengan ganas: no pueden hacerlo. Sería infame culpar a los estudiantes de una ignorancia que no tiene que ver con ellos o sus familias, sino con la sociedad, que ha hecho todo lo posible para desintermediar entre los agentes sociales, identificando en las clases trabajadoras y los sindicatos que los tutelan un enemigo; en el nombre del mercado, el individualismo y la retórica tóxica del «seguir tirando por mi cuenta gracias al trabajo duro», que no es sino un velo para enmascarar la explotación. Y, mientras tanto, el trabajo engulle tres personas al día en Italia, asesinadas en nombre del beneficio económico. Todos los días el blablablá de siempre y siempre vuelve a suceder lo mismo al día siguiente. Éste es el resultado del desierto creado durante años de reflexiones ausentes sobre la explotación y las clases: que los explotados no se perciben a sí mismos como explotados, sino como consumidores con pocos recursos. Que se ve el trabajo como un acuerdo comercial entre dos partes privadas y no como un derecho colectivo mediado por organizaciones públicas. La diferencia es sustancial: en un acuerdo privado una de las partes pone todas las condiciones y la otra las acepta, con poco o ningún margen de negociación. Muchos trabajadores hoy día creen que ir al trabajo implica hacer todo lo que el empresario les pida, hasta llegar al punto de que un camarero se descubre a sí mismo lavándole el coche privado a su jefe. Un capitalismo de plantación: los trabajadores son esclavos que tienen que hacer de todo desde el momento en que entran en las tierras o la casa del patrón.
En este contexto, hablar de “inseguridad” vale para poco, si se hace sin los instrumentos necesarios para poner a los empresarios contra las cuerdas. Incluso la palabra en sí misma está cada vez más oxidada. Pierde piezas semánticas, se la ve insegura sobre lo que denota. Hemos hablado de ella tanto en los medios que ya no se sabe cuál es su significado, agotada por la tensión inflacionaria. Hasta hace poco tiempo, «inseguridad» era el horror de los buenos ciudadanos decorosos (y solventes) ante los pobres que se sientan en la escalinata de la Basílica del Santo Spirito en Florencia (o en cualquier otra parte) y se toman unas cervezas en lugar de ir al bar pijo de precios prohibitivos; o bien se usaba el término desdeñosamente para denotar, con un acusador dedo índice, a los inmigrantes sentados en el muro de la estación. Pero la misma palabra tiene un significado distinto si eres una persona de clase trabajadora: para ti la inseguridad es la posibilidad casi matemática de hacerte daño (o perder la vida) trabajando, cuya probabilidad disminuye a medida que aumenta el privilegio. Hablamos mucho de seguridad, pero no nos referimos a lo mismo y así acabamos siempre en el blablablá.
Por otro lado, sería necesario reflexionar largo y tendido sobre el sentido de las palabras que se vuelven virales en la semiosfera. «El mundo del trabajo» antes era sinónimo de obreros y sindicatos, hoy se refiere a dueños de restaurantes (que no encuentran trabajadores «por culpa de la renta de ciudadanía»), empresarios, etc. Antes se hablaba de «derechos laborales», ahora se habla de «mercado de trabajo» (con sus odiosos «costes» y sus empresarios «con el agua al cuello por culpa de la rigidez del mercado», la cual habrá que abolir necesariamente en la próxima reforma laboral). Las palabras cambian su sentido y la retórica nunca es neutral. Una maleta no significa lo mismo para una persona con discapacidad que para un atleta, un hombre que camina hacia ti por la calle de noche tiene un significado distinto si eres una mujer o un hombre y, de la misma forma, también esas otras palabras con las que en estas horas se discute en redes —palabras como «prácticas», «stage», «alternancia escuela-trabajo», «PCTOs»— asumen un significado distinto si eres un hombre de una cierta edad con un puesto de trabajo garantizado o si eres una joven estudiante de familia trabajadora sin capital cultural, obligada a encontrar un empleo, a menudo «cueste lo que cueste». Entre ambos casos existe una diferencia abismal de poder y privilegio. Por eso en estos días me niego a leer los comentarios en redes sobre la muerte de Lorenzo Parelli, a menos que los que hablen o escriban sean jóvenes estudiantes o sindicalistas. Hay que escuchar a quienes tienen los pies dentro del barro, el resto suele ser el típico blablablá de quienes sientan cátedra desde su zona de confort.
Mientras tanto, precisamente en la comfort zone de los medios, desde hace un tiempo se ha empezado a hablar de inseguridad sin señalar a las personas migrantes. Se habla de trabajadores que mueren, aunque se haga solo cuando subsisten ciertos estándares de «noticiabilidad», como se dice en la jerga periodística. El riesgo es encuadrar esas historias en un marco engañoso. Como en el caso de Luana d’Orazio, la joven obrera textil de Prato triturada por una máquina industrial. Hablaban de ella como de una Cenicienta que no había encontrado su príncipe azul y que, por tanto, se veía obligada a trabajar por cuatro duros. O como de una madre joven y guapa pero desafortunada. Pero Luana d’Orazio no murió por mala suerte. Nos acordamos solo de los obreros muertos que pueden encuadrarse cómodamente en un frame emotivo de talk show, pero los recordamos mal, silenciando las auténticas razones por las que mueren. Y de ese modo generamos una comunicación emotiva que no llega nunca al núcleo de la cuestión, que no ataca las razones de esas muertes. Así se apagan las luces del escenario y al día siguiente mueren otros tres.
Para reducir las muertes en el trabajo hay que quitarles la pelota de juego a los empresarios y sus patronales para que pase a los trabajadores y los sindicatos. Cada vez que oigo a un empresario hablar de la necesidad de bajar los costes del trabajo, me preparo para entender quién está a punto de morir. El coste del trabajo no se puede reducir. Se puede hacer que lo paguen otros. Si trabajas rápido y mal porque tienes un contrato abusivo, el patrón (estamos en una plantación y llamo a las cosas por su nombre) aumenta sus beneficios, y tú pagas el coste del trabajo que él se ahorra. Si muere un trabajador, el coste del trabajo lo paga la familia del muerto. Si te lesionas en el trabajo o contraes una enfermedad profesional, el coste del trabajo corre a cargo de la colectividad: el patrón aumenta la extracción de beneficios y la colectividad tiene una enfermedad profesional que tratar y un coste a la seguridad social que durará toda la vida del trabajador. Igual que «seguridad», la expresión «reducción del coste del trabajo» no es una etiqueta semántica neutral. Es altamente ideológica, es lucha de clases en el campo de las palabras combatida desde arriba: expresa los intereses de los empresarios sobre el pellejo de los trabajadores.
En los últimos años, se han producido varios accidentes en eso que llamamos genéricamente «alternancia escuela-trabajo», los cuales se han saldado con daños físicos, muy graves en algunos casos. La crónica ha registrado incluso un caso de acoso sexual ocurrido en Monza en 2017, cuando cuatro estudiantes denunciaron al propietario de un centro estético. Éste es quizás el caso más grave, pero trabajar expone a los menores a múltiples abusos. Las prácticas pueden realizarse también en restaurantes, ambientes que he frecuentado durante casi diez años como camarero, barman, lavaplatos y pizzero. Una estudiante que trabaja como camarera en un restaurante se expone a un ambiente en el que no faltan abusos y acosos. Verbales, emotivos, psicológicos y, a veces, sexuales. Que menores hagan unas prácticas o una experiencia laboral en el mundo de la restauración implica también este tipo de cosas. Se trata quizás de una experiencia breve, la chavala sabe que seguirá estudiando y que cederá su puesto a alguien con menos suerte que tendrá que quedárselo por muchos años.
«Es una forma de crecer». Esto también lo he leído en redes sociales, en comentarios sobre el tema de las prácticas. De vez en cuando, un hombre blanco nos recuerda nostálgicamente «cómo se mataba a currar». Se lo recuerda a los jóvenes, a los que notoriamente se acusa, de forma sistemática, de no tener ganas de trabajar (como bien nos recuerdan las instrumentales críticas a la renta de ciudadanía). Nos lo recuerda con aires de haber sufrido enormemente, utilizando la narración del «yo me he hecho a mí mismo», que gracias a «la fuerza del carácter», y bla, bla, bla. La retórica por la que se crece a través de experiencias funestas es patriarcal y, en general, es síntoma de odio hacia los jóvenes, típico de una sociedad anciana como lo es la italiana. ¿Os acordáis del escándalo de la periodista a la que acosaron delante del estadio del Empoli mientras en el plató el presentador le decía: «No te lo tomes a mal, mujer. También se crece con estas experiencias»? Pues eso, cada vez que un o una estudiante en prácticas se expone a explotación, inseguridad, abusos y acosos, cada vez que hablamos de más diciendo que también ésas son experiencias formativas, nos convertimos en cómplices de una ideología infausta, machista, patriarcal y servil con los imperativos del mercado. Les estamos diciendo a los chavales y las chavalas que, si les explotan, han de agachar la cabeza. Lo hacemos desde una posición privilegiada, sabiendo que a nosotros no se nos caerá una viga en la cabeza. Hablamos y acallamos las únicas voces que cuentan, que son las de quienes tienen los pies dentro de los abusos, la inseguridad y la explotación. La voz de los y las estudiantes.
Tiene que quedar claro de una vez por todas que formarse no significa dejar que te exploten o aprender a sucumbir a la jerarquía del trabajo. Hay que decirles que no a ésos que en inglés se llaman bad bosses, a los patrones que mantienen a los trabajadores bajo chantaje emotivo y creen que pueden imponer en el trabajo lógicas familiaristas («es como un hijo para mí», «es una más de la familia»), porque esas lógicas y esas retóricas reproducen precisamente lo peor de nuestra sociedad y de nuestras familias: la servidumbre de quien no tiene poder hacia quien sí lo tiene. Y provocan heridas. A veces se trata de heridas emotivas; son siempre heridas económicas y, a veces, como en el caso de Lorenzo Parelli, se trata de heridas letales.
En conclusión, daré yo también, como viejo hombre blanco, mi opinión: ¿Es importante formar laboralmente? Sí, claramente. Diré aún más: me gustaría ver a los hijos de los privilegiados hacer sus prácticas en fábricas y a los de los obreros estudiar la sinécdoque y la metonimia, o formarse como periodistas, para ver qué pasa. Pero por desgracia las cosas son distintas y los mismos chavales que vienen de familias trabajadoras tienen a menudo el deseo de encontrar un trabajo manual lo antes posible. Pero, como buen utopista, me espero que una educación que se pretende democrática y no servil con el mercado dé instrumentos para poder trabajar sin ser explotados. Con cursos de sindicalismo y módulos sobre derechos laborales. Con prácticas en las inspecciones de trabajo y los sindicatos. Pagándoles, porque el trabajo que no se paga es explotación. Poniéndoles en las prácticas al lado de representantes del comité de empresa y responsables de la seguridad laboral. Con salidas formativas y visitas a fábricas ocupadas como la GKN y la Caterpillar de Jesi. De otra forma no es formación, sino explotación. Lo sé, estoy soñando despierto, un sueño ingenuo y sin fundamento. En fin, también esto es el blablablá de siempre.
Para evitar el blablablá, querría que fuesen los y las estudiantes quienes hablasen de prácticas y stages, de la alternancia escuela-trabajo y los PCTOs. Que escucháramos sus voces sin imponernos con nuestras retóricas, que lo único que hacen es cerrarles la boca. Intentemos por una vez escuchar el malestar de los estudiantes y los jóvenes trabajadores. Si los estudiantes se movilizan y protestan contra la alternancia escuela-trabajo, no podemos liquidar la cuestión con condescendencia, por un lado, paternalismo por el otro y algún que otro porrazo por el medio. Si dicen no, es no. Vale en las relaciones sentimentales, vale en el colegio y el instituto, vale en el trabajo. No significa no. Hay que decirle que no al trabajo inseguro, no sindicalizado, explotado, humillante. Todo el resto es blablablá, discursos pesados y letales como una viga de acero.