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El amor es fortísimo, el cuerpo no

de Wu Ming //

Análisis crítica de las redes sociales, los procesos de gamification que las sustentan y su relación con las teorías de la conspiración.

de Wu Ming
Traducción inédita

Premisa de los traductores
En diciembre de 2019, tras una década de experimentos comunicativos en Twitter, el colectivo de escritores italiano Wu Ming dice «basta» a las redes sociales, publicando en su blog Giap una larga “carta de despedida” al pajarito azul, en dos capítulos, titulada L’amore è fortissimo, il corpo no. Tal y como presentaban el texto en su introducción: «Se trata del relato de una expedición que ha durado una década; es la síntesis de veinte años de reflexión sobre nuestra forma de estar en la Red». El título es una cita de la canción homónima de la cantante italiana Nada.

El pasado año, Wu Ming 1, miembro del colectivo, realizó una versión reducida (seleccionando «extractos» de aquel texto) para su libro La Q di Qomplotto – QAnon e dintorni – Come le fantasie di complotto difendono il sistema [La Q de Qomplot – QAnon y aledaños – Cómo las fantasías de la conspiración defienden el sistema], publicado en italiano por la editorial Alegre. Los párrafos que siguen son la traducción (inédita) de esos extractos.

♫ Sabemos tragar con todos los achaques todos los desprecios todos los problemas y los dolores y los viejos rencores que oxidan estos huesos hechos de yeso
♫ El amor es fortísimo, sabe soportar ocasiones perdidas desesperaciones y ofensas y una lágrima que a veces se rompe contra esta tierra por la que pasa una ola...
♫ El amor es fortísimo, el cuerpo no.
♫ El amor es fortísimo, el cuerpo no.
♫ El amor es fortísimo, el cuerpo no.
- Nada (2007) -
Índice
  1. La promesas de los social media y la realidad de los hechos
  2. Narciso que hace caca
  3. FOMO química y tiempo robado al vivir
  4. No salirse del papel
  5. El agua de Facebook, las branquias
  6. El tiempo de las ilusiones se ha acabado
  7. La auténtica «gran sustitución»: Facebook y los medios independientes
  8. Twitter: gamification a golpe de default power
  9. La revolución, siempre y por encima de todo

Pongamos las cartas sobre la mesa. Existe una crítica a las redes sociales elitaria, de charlatanes de salón, típica de gatekeepers y de una autodenominada «izquierda» (muy especialmente, los columnistas de Repubblica). Son aquellos desprecian al pueblo llano, hacen chistecitos contra el sufragio universal, elogian acríticamente a Burioni [virólogo italiano convertido en estrella televisiva, N. del T.] cuando da zascas a gente ignorante y están a favor del principio de autoridad contra la libertad de palabra, creyéndose propietarios de la Ilustración (obtenida, en su cabeza, por usufructo).

Este tipo de personajes critica las redes sociales de forma genérica y superficial, porque en su opinión hay un solo problema: que éstas permiten expresarse a demasiada gente. “Problema” que habría que afrontar con más leyes, controles, mordazas, carnés, etc.

Siempre hemos odiado esa mierda. Por decirlo en palabras de Jacques Rancière, no es más que «odio por la democracia», hostilidad hacia «formas de interacción social que provocan una multiplicación de las aspiraciones y las demandas». Es desprecio por la multiplicidad, que se expresa en nombre de una “democracia” exclusivamente formal y que se reduce esencialmente a «gobernabilidad» (siendo de hecho oligarquía).

Ese tipo de “crítica” a las redes sociales nos parece inservible, incompatible con todo lo que somos y hacemos. Así que eliminémosla del cuadro e intentemos ir a lo concreto.

La promesa de los social media y la realidad de los hechos

Para empezar, existe un equívoco en la expresión misma «medios sociales», especialmente cuando se traslada al contexto italiano. En este caso suena al mismo tiempo genérica y equivocada:

  • genérica, porque todos los medios son sociales: están en la sociedad, tienen que ver con la sociedad, se dirigen a la sociedad;
  • equivocada, porque el “sociales” tiene sobre todo la acepción 2C del Merriam-Webster: «of, relating to, or designed for sociability», que a su vez es una condición «marked by or conducive to friendliness or pleasant social relations».

Por tanto, la expresión «social media» significa más o menos «medios de comunicación finalizados a estar de buen rollo con colegas». El nombre es ya un eslogan y una promesa: si frecuentas este sitio, disfrutarás de amistades y relaciones placenteras.

Pero entonces, si observamos las redes sociales mayoritarias, la pregunta sale sola: ¿Qué función tienen las enemistades, las relaciones tóxicas, las interacciones con personas desagradables? ¿Por qué tantos grupos de «amigos» son en realidad manadas de bestias feroces y tanta gente vive constantemente de mal rollo?

Porque si tenemos en cuenta el momento histórico y el modelo de negocio, es ahí donde se va a parar.

Momento histórico: vivimos en el capitalismo, y en una crisis mundial. Muchísimas personas llevan una vida de mierda, tienen motivos a gogó para estar jodidas y, antes o después, explotarán en las redes sociales.

Modelo de negocio: para las redes sociales comerciales, esas explosiones son oro.

Pero quizás sea necesaria una metáfora más precisa: en las redes sociales, y de forma muy marcada en Facebook, las relaciones son al mismo tiempo el suelo a excavar y la materia prima a extraer y valorizar. Se trata de hecho de una forma de extractivismo: todo lo que ocurre en Facebook deriva de la necesidad de perforar, extraer y vender las vidas de la gente. La máquina de Zuckerberg empezó floja, pero el muelle se ha ido tensando poco a poco, y ahora el fracking es un artículo de broma en comparación.

Ya escribimos sobre el tema, como se suele decir, «en tiempos no sospechosos». En 2011, un post nuestro sobre el «fetichismo de la mercancía digital» y la explotación del plustrabajo en las interacciones que se producen en las redes sociales generó reacciones bruscas y resentidas, o bien sarcásticas y pasivo-agresivas.

En 2011 se estaba todavía de luna de miel con la web «2.0». Existía además el mito de Silicon Valley y los tecnoentusiastas se dividían en tres categorías:

  • una minoría de soñadores que han llegado tarde, convencidos de que la red era aún aquella de los tiempos “heroicos” y de la “ética hacker”, y si la criticabas eras un «apocalíptico»;
  • otra minoría, compuesta por startuppers y apologetas del startupismo, que si criticabas la Santa Red les arruinabas el potencial business (gente a la que luego hemos visto desfilar en la Leopolda [convención anual de la corriente política de Matteo Renzi, N. del T.]);
  • una gran mayoría de inconscientes, vasta masa de novatos que llegaba a la red gracias a Facebook y usaba la tecnología digital sin hacerse demasiadas preguntas.

¿Que Facebook vende mis datos? ¿Y qué hay de malo en eso? ¿El control? ¿Control de qué? ¿De la privacidad? ¿Qué pasa, que tienes algo que esconder? ¡Yo no! Si no has hecho nada malo, no tienes por qué tener miedo, etc., etc.

[…] Durante el verano de 2010 leímos un ensayo “seminal” de Maria Maddalena Mapelli, publicado primero en la revista Aut Aut y más tarde en la web de Carmilla, que se convirtió rápidamente en un libro titulado Per una genealogia del virtuale. Dallo specchio a Facebook [Por una genealogía de lo virtual. Del espejo a Facebook] (ed. Mimesis, 2010). Mapelli definía Facebook como un dispositivo «homologador y persuasivo»:

[…] «persuasivo, porque induce comportamientos automáticos y previsibles (todos hemos de ser auténticos y sociales) y, al mismo tiempo, homologador, porque induce en los usuarios inclinaciones identitarias, modalidades específicas de interacción y narración, regímenes de visibilidad que nos vuelven seriales y muy parecidos entre nosotros».

Desde sus primeros pasos, con el mandato de usar el nombre auténtico –un giro de ciento ochenta grados en la historia de la Red, antes «nadie sabía que eras un perro»– y poniéndonos cara, Facebook demostraba que nos quería «auténticos y reales en cuanto individuos»:

«Facebook induce procesos de subjetivización individualizadora: induce una visión monolítica y cohesionada de la identidad, prohibiéndonos de forma explícita jugar con reposicionamientos creativos del Yo. Este aspecto del dispositivo […] potencia enormemente el efecto de parecido a lo real de nuestro alter ego digital: de la misma forma que se nos induce a dar una imagen “auténtica” de nosotros mismos, asignamos al resto de “avatares”, a los otros alter egos digitales de nuestros “amigos”, una consistencia que en otros lugares de la Red no posee la misma fuerza persuasiva».

En cuanto a la homologación, en su momento se podía pensar que Mapelli exageraba, pero la cosa se ha hecho cada vez más evidente. En Facebook casi todo el mundo acaba comunicándose de la misma forma, siguiendo los mismos esquemas e itinerarios, reaccionando a los mismos estímulos estandarizados con los mismos patrones.

¿Cómo? Hostias, ¿otra vez con ese rollo? Qué pesaos… No, no es verdad que «la tecnología depende de cómo la uses». Es un lugar común engañoso.

«Depende de cómo la uses» presupone una idea de tecnología neutra, una simple herramienta que en mi mano se convierte, o puede convertirse, en una proyección directa de mi voluntad. No funciona así. Cada tecnología tiene inscrita una lógica de fondo que establece cómo usarla. Incluso la tecnología más simple funciona en base a un algoritmo, es decir, a una secuencia de instrucciones que hay que seguir para llevar a cabo una operación definida. El algoritmo inscrito en el gato mecánico es la forma adecuada de usarlo para poder cambiar una rueda. Intenta hacer lo mismo con un gato de mantequilla, ya verás lo lejos que llegas. Intenta usar una cuchilla de afeitar para limpiarte el culo. Intenta decir que el gas nervioso depende de cómo lo uses.

En este caso, la tecnología de la que hablamos es una compleja infraestructura de comunicación planetaria, proyectada y continuamente weaponizada, afilada para pinchar y desencadenar así interacciones entre personas a toda costa, transformando luego esos intercambios y relaciones en mercancía. Y no se trata de la «mercantilización» en sentido figurado de la que hablaba la teoría crítica del siglo XX (de la escuela de Frankfurt, situacionista, pasoliniana, etc.). No, esas relaciones se convierten en big data para vender y, por tanto, literalmente en mercancía.

Hablando de una tecnología de este tipo, resulta realmente ingenuo pensar que un individuo pueda tener algún tipo de margen de decisión sobre su utilización, o algún tipo de espacio de maniobra para hacer hacking con el medio.

Esto resulta aún más cierto cuando esa forma de pinchar y la posterior extracción de valor tienen lugar a través de un creciente proceso de gamification [o ludificación, N. del T.], muy parecido al que se usa en los videojuegos de azar (desde las máquinas tragaperras a las webs de apuestas, pasando por el póker online). Una máquina tragaperras no «depende de cómo la uses». La usas como la han programado, y punto. Y la han programado para inducir una adicción comportamental: el juego patológico (estamos de acuerdo con quienes invitan a no llamarla «ludopatía».
[En 2014, un grupo de profesionales de la cultura y el juego italianos firmaron una carta abierta en la que afirmaban que consideraban «[…] el uso de la palabra “ludopatía” […] dañoso, porque camufla el “juego de azar patológico” tras un término emotivamente aceptable», N. del T.]).

También en este caso la traducción del inglés se deja información por el camino. «Game», en el sentido de partida, concurso, competición (aunque sea contra uno mismo). Así,  gamification significa añadir a una actividad, a una interacción entre personas, a un ambiente comunicativo puntos, récords, premios, «recompensas variables», niveles a superar y, en ocasiones, castigos a evitar. Todo ello para hacer que la experiencia resulte adictiva.

Una importante reflexión sobre la gamification se encuentra en el libro del grupo de investigación Ippolita Tecnologie del dominio [Tecnologías del dominio] (Meltemi, 2017). Una elaboración que ha sido posteriormente utilizada, en un contexto más híbrido y narrativo, en el libro de Agnese Trocchi y CIRCE Internet, Mon Amour (2019). En ambos textos se puede encontrar un manual sobre cómo saber si un contexto está gamificado.

Teniendo en cuenta la lista de características, Facebook las tiene todas. Citamos directamente de Tecnologie del dominio, pag. 111:

«Como ocurre en muchos videojuegos, [1] se hiperestimula la vista, hasta el punto que el usuario-jugador no reacciona si se le llama o incluso si se le toca; puede caminar por la calle y no darse cuenta de un peligro […] porque está inmerso en el proceso gamificado; [2] tiende a conectarse cada vez más a menudo a la plataforma que ofrece las sesiones de juego; [3] repite acciones simples de forma mecánica (dar al megusta, publicar posts, deslizamiento continuo de la pantalla, etc.); [4] está orientado por cifras que miden su actividad (número de notificaciones, de posts, de megustas, etc.). [5] Las reglas del juego cambian en base a la voluntad soberana de la plataforma […] [6] La entrada y salida del espacio gamificado no está marcada de forma evidente, porque el login y el logout están automatizados y pueden ser efectuados en todo momento y lugar».

Narciso que hace caca

Las redes sociales son las articulaciones más recientes de un poder que quiere saber y que me incentiva a que cuente cosas sobre mí. Facebook es el dispositivo más grande, y el que se ha movido con mayor fuerza y eficacia, atravesando cada vez más fronteras y desplazando los límites de la privacidad y el pudor.

Facebook es coercitivo, adictivo y, por su lógica de fondo, narcisizador. Su elemento más esencial y característico es la «pornografía emotiva», como la llama el colectivo Ippolita, esto es: hablar continuamente de sí mismos, hacerse publicidad, exponer las minucias de la propia vida al juicio de los propios «amigos» (nunca una palabra fue tan pervertida, dado que muchos “amigos” son en realidad extraños o gente vagamente conocida), hacer un espectáculo de los propios estados de ánimo, humores, emociones (aunque sean pasajeras), incluso del sufrimiento y del dolor, todo expuesto en los muros de una empresa privada.

Las posibles metáforas son variadas: en Facebook estoy en un escaparate, estoy en directo 24 horas al día con mi reality personal, soy un pez en el acuario empresarial… O, usando las palabas de Pink Floyd en Wish you were here, en Facebook he renunciado a «un papel de extra en la guerra» por «un papel de protagonista en una jaula».

Y, así las cosas, aquí estoy. Un algoritmo me ha persuadido para que considere interesante para los demás, y por tanto noticiable, todos los momentos de mi vida, así que me esfuerzo para que se sepa continuamente dónde estoy, con quién estoy, qué estoy haciendo, qué estoy comiendo… A menudo se trata de cosas tan irrelevantes que tiempo atrás no lo habría escrito ni siquiera en mi diario al final del día; hoy en cambio hago alarde de ello coram populo.

«¡Estoy aquí, en el wáter, haciendo caca!», respondía un exasperado Dustin Hoffman a Stefania Sandrelli, que lo llamaba al teléfono varias veces al día preguntándole «¿Dónde estás, qué haces?» (El divorcio es cosa de tres, de Pietro Germi, 1972). En aquella época, ese comportamiento, esa pretensión de “compartir” todo permanentemente se consideraba invasiva, incluso si quien lo hacía era la propia enamorada.

Compartir y compartir compulsivamente son dos cosas distintas, como señala Ippolita en su libro Anime elettriche [Almas eléctricas] (ed. Jaca Book, 2016):

«Evidentemente el problema no es el hecho de compartir en sí mismo, que es la práctica fundamental para construir mundos comunes, sino el automatismo del compartir en el que no se pide ningún esfuerzo más que la simple repetición de un procedimiento que se vuelve adicción somato-psíquica. Cuando se escucha una canción durante un concierto, en lugar de escucharla sin más, disfrutando de las vibraciones que se reverberan por todo el cuerpo, se genera la preocupación de grabar el evento para compartirlo, inmediatamente, en otro lugar».

Antes, la persona que obligaba a los demás a ver los vídeos de sus vacaciones era considerado un o una plasta, una caricatura, un personaje de viñeta rancia de la Settimana enigmistica [revista semanal muy popular en Italia, N. del T.]. Hoy día, esa persona soy yo, y el algoritmo me premia, me hace sentir el héroe de una historia excitante, y si mis «amigos» le dan a megusta en mis publicaciones será porque que al fin y al cabo no soy tan aburrido. ¡Qué bien! Les devuelvo el favor dándole a megusta en las suyas. Por pura cortesía, claro, ¿qué me importa a mí lo que estén comiendo?

En su libro La macchina dello storytelling. Facebook e il potere di narrazione nell’era dei social media [La máquina del storytelling. Facebook y el poder de narración en la era de los medios sociales] (ed. Bordeaux, 2019), Paolo Sordi analiza en detalle esa coacción a la autobiografía:

«A partir de la elección de la foto de perfil, fabricamos nuestro “mito personal”, construimos un personaje en torno al cual giran historias de las que somos protagonistas, testigos, héroes, víctimas […] las redes sociales nos permiten contar una vida igual de interesante que las de las ficciones narrativas, novelescas y televisivas, una vida en la que somos guapos, inteligentes, creativos, divertidos, comprometidos, provocadores, etc., ante un público que es perceptivo porque está en nuestras mismas condiciones. Facebook nos ofrece, en suma, un mecanismo de “espejo intercorporal” […]»

La narración que hago de mí mismo en Facebook es pura ficción. Me convierto en la tipización de mí mismo, me convierto en un personaje. El gran engaño de Facebook, escribe Sordi,

«está ahí, en la puesta a disposición de un sistema de escritura que promete convertirnos en autores de una historia en la que el héroe vive una vida interesante, movida por historias privadas apasionantes y divertidas, e inmersa en los sucesos y conflictos del mundo global. Todo, tanto lo privado como lo público, tanto las historias como la Historia, todo tiene cabida en la narración del news feed […] La fuerza del algoritmo está en producir un simulacro de unitariedad en el desorientador caos de la Red. Una prisión dorada, donde la serialidad, la repetición, el hábito, la familiaridad y los tics construyen un relato tranquilizador dentro de una comunidad que tiene la ilusión de compartir la vida, cuando lo único que en realidad tienen en común sus miembros son datos procesados por el circuito mediático de una plataforma que funde tecnología, entretenimiento y design».

La coherencia narrativa nos homogeneíza, empobreciendo así la dimensión plural del yo. En la vida, cada persona es muchas personas, porque somos nuestras relaciones interpersonales y sociales. Para mi madre soy la hija, para mi hija soy la madre, en el trabajo soy una compañera, en el estadio la que empieza los cánticos, y luego soy la excompañera de clase, la electora de izquierdas, la voluntaria de la biblioteca, la habitante del barrio, la fan de toda la vida de tal o cual grupo… No hay necesariamente «coherencia narrativa» entre esas personalidades, y es normal que en situaciones distintas me exprese de forma distinta: en el estadio usaré un lenguaje –verbal y corporal– que nunca usaría en el trabajo o visitando a mi abuela en el asilo.

En Facebook todos esos contextos colapsan, en el sentido que se derrumban unos sobre otros. Mi multiplicidad se reduce ad unum, ese uno que corresponde a mi perfil y que está delante de todo el mundo –porque «en Facebook está todo el mundo»: mi madre, mi jefa, los hinchas de mi equipo, la directora de la biblioteca, los excompañeros de clase, el concejal al que he votado, los clientes del bar de abajo…– sin las diferencias y los matices de la vida offline.

Context Collapse es una expresión acuñada por Danah Boyd. Se trata de una situación que genera equívocos y control social, y ése es esencialmente el motivo por el cual la gente joven y muy joven deserta de la red social de Zuckerberg, buscando ámbitos menos “generalistas”. Para poder hablar entre ellos como les dé la gana, sin que les lean padres, madres y profesores. Que luego en esa búsqueda acaben en ambientes igual de gamificados y extractivistas es otra historia. Por ahora se sigue usando mucho Instagram, que no es sino otra cara de Facebook, pero ahí también están colapsando los contextos y podría producirse pronto un nuevo éxodo.

Quienes se quedan, oscilan entre dos elecciones posibles, que no se excluyen mutuamente. Las ha resumido eficazmente Giuliano Santoro en Cervelli sconessi. La resistibile ascesa del net-liberismo e il dilagare della stupidità digitale [Cerebros desconectados. La resistible ascensión del net-liberalismo y la expansión de la estupidez digital] (Castelvecchi, Roma, 2014):

«O bajamos el nivel del discurso hacia una especie de mínimo común denominador, un tono neutro, esperando no ofender a nadie, pero también, en el fondo, no decir nada que haga crecer el espíritu crítico y ayude a hacer reflexionar a nuestro interlocutor; o bien las defensas de la privacidad (y en casos extremos de la decencia) caen: nos convertimos en yonkis del megusta en Facebook o de los retweets en Twitter. Se persigue la ebriedad fugaz del agrado hasta volverse adictos a él».

FOMO química y tiempo robado al vivir

Dopamina. La sustancia que excita y crea mono. Necesito cada vez más dopamina. Me sumerjo en una sociabilidad «always on» y me pongo cada vez menos límites de tiempo y circunstancia. Una sociabilidad azuzada por la gamification, que impone rituales de los cuales no soy consciente, que conforma y refuerza mis hábitos, que me hace buscar gratificaciones en los megustas, que me bombardea con notificaciones y me empuja a revisar mi perfil compulsivamente gracias a la «FOMO».

FOMO, Fear Of Missing Out, miedo a quedarse fuera, a perderme cosas fundamentales si me alejo diez minutos de la pantalla, cuando, en realidad, la mayor parte de las veces se trata de nimiedades, en el mejor de los casos de noticias más que perdibles, o que en cualquier caso se pueden leer más tarde sin perjuicio alguno a mi calidad de vida.

Calidad de vida que, en cambio, sí se ve minada precisamente por la FOMO, por la compulsión, por la adicción. Como escribe Ippolita en Anime elettriche [Almas eléctricas]:

«Si el usuario es como una fuente, un pozo petrolífero o una mina de oro, ocurre que, antes o después, se agota. En ese caso, o bien se excava más en profundidad o bien se buscan nuevas vías para extraer petróleo, esto es, informaciones, emociones, datos. Para eso sirve la proliferación de estímulos, notificaciones y servicios extras. Hay que mantener al yonki en constante estado de dependencia, la adicción tiene que estar bajo control y ha de ser funcional al mantenimiento de un consumo masivo de sustancias, en este caso, interacciones en las redes sociales. Los estupefacientes pueden cambiar, pero nunca, por ningún motivo, se puede dejar […] de suministrar la propia materia prima a la red social».

El consumo ininterrumpido de interacciones en redes sociales roba horas a todo lo demás: a los encuentros táctiles, al hilo de los pensamientos, a un eros no neurótico, a la lectura por el puro placer de leer, y al sueño. El tiempo del sueño se retrae, se reduce bajo el acoso del capitalismo always on. Como ha escrito Giuseppe Luca Scaffidi en The Vision:

«El sueño es el último baluarte que el ser humano tiene a su disposición para resistir a los mecanismos “cronófagos” de la economía de mercado […] El sueño es nuestro último locus amoenus, el único espacio auténticamente intacto que nos queda: un territorio completamente inmune a los estímulos tecnológicos y a todas aquellas necesidades inducidas artificialmente por las corporaciones y que, precisamente por estos motivos, el capital quiere colonizar a toda costa».

Son las dos y tengo que levantarme a las siete, solo que a las once con ese comentario he desatado un flame, hace tres horas que esos cabrones me atacan, a ése le he cantado las cuarenta, a ese otro lo he quitado como amigo porque me ha decepcionado, otro me ha escrito que he sido yo el que le ha decepcionado, pero estamos locos o qué, me dice que tengo que pedir perdón, ¿pero perdón por qué? Ya me he lavado los dientes, pero mejor echo una última ojeada, a ver si hay algo nuevo, aunque yo, de todas formas, pase lo que pase, ¡mantengo mi opinión! Joder, son ya las tres menos veinte, ¿toda esta gente no se levanta pronto para ir a currar? Bueno, meo y luego a la cam… ¿Pero qué cojon…? Creía que éste estaba de mi lado, ¡¿por qué le da a megusta a la puta esa que me ha dicho que tengo que pedir perdón?! Me cago en todo, son las tres y diez, mañana voy a ser un puto zombi… ¡Ah, pero si se creen que voy a echarme atrás, están muy equivocados!

«A mí esto no me pasa», dirán algunos, «como mucho me habrá pasado una vez, luego he conseguido controlarme». No lo ponemos en duda, pero por lo que respecta al discurso general no cuenta: los mecanismos descritos son los mismos, el dispositivo sigue siendo tóxico. También al póker o a las apuestas hay quien «juega de vez en cuando», incluso con la heroína algunas personas consiguen hacer un uso ocasional, pero nadie se atrevería a decir que el juego o la heroína no generan adicción.

No salirse del papel

De vez en cuando vuelve la cantinela sobre el presunto «anonimato» en red que, según muchos charlatanes, es causa de abusos y hate speech. Y lo dicen a pesar de que ambos elementos abunden en Facebook, donde se expone el nombre, el apellido, la familia y la vida en el muro personal.

El anonimato no tiene nada que ver. Es la FOMO la que determina una forma de deseo ansioso (craving). El deseo ansioso de estar presentes donde parece que está ocurriendo algo y decir lo que se piensa sobre cualquier cosa, cagando sentencias instantáneamente. Saltan los frenos inhibitorios y me descubro escribiendo o suscribiendo las peores asquerosidades mientras en mi perfil soy supersimpático&amable, y puede que incluso aparezca con mi hijo recién nacido en brazos.

En 2010, en una obra artística pionera, Gipi [dibujante, ilustrador y director italiano, N. del T.] seleccionó los peores comentarios del grupo Facebook «Lasciate lo zio di Sarah alla folla» [«Dejad al tío de Sarah en manos de la gente», creado tras un complicado caso de homicidio por celos, N. del T.]. Después hizo que los leyera un software conversor texto-voz (text-to-speech) y a cada comentario le puso la foto de perfil de quien lo había escrito. El resultado fue un vídeo que demolía cualquier idiotez sobre «el problema del anonimato». Lo titularon «A 1562 personas le gusta esto», y vale la pena repescarlo.

Gipi fue acusado de «poner a la gente en la picota», pero esa gente se había puesto ahí ella solita. Y en los años siguientes lo han hecho cada vez más personas, azuzadas por Facebook y el demagogo de turno. Con el nombre y la cara por delante.

Es precisamente ésa la cuestión, que la innovación de la red-social-con-nombre-de-verdad, del «libro de las caras», ha generado un efecto mariposa.

La obligación de mantener una coherencia narrativa cumple una función polarizadora y fosilizante. Después de haber opinado con un tono más que borde, de haber cagado una sentencia sumaria delante de todos, poniendo el peso de mi nombre y de mi rostro, poniendo en juego mi reputación online delante de mis «amigos», resulta mucho más difícil pensar con calma, pararme, rectificar, hacer autocrítica, pedir perdón… El imperativo es: no salirse del papel.

Y así los exabruptos se hacen cada vez más ruidosos y las discusiones más exasperantes, y así se ensancha entre las personas el acantilado de la incomprensión y el prejuicio.

El agua de Facebook, las branquias

Un pseudoambiente comunicativo de este tipo resulta perfecto para difundir teorías de la conspiración cada vez más delirantes, que corren por carreteras pavimentados con patrañas. El gran éxito de conspiranoias y noticias-basura en Facebook y gracias a Facebook es uno de los temas más discutidos de los últimos años. Como ha resumido eficazmente Baron Cohen, «[Facebook’s] entire business model relies on generating more engagement, and nothing generates more engagement than lies, fear, and outrage».

Por poner un ejemplo, Facebook ha tenido un papel clave en la imposición del frame racista de la «invasión», el cual ha alimentado discriminaciones, ha generado violencia y muerte, ha condicionado resultados electorales y ha intoxicado la vida de nuestras ciudades.

El marco retórico de la invasión permite la difusión de la teoría de la conspiración del «genocidio blanco» [white genocide], que ha sido motivación de varias masacres perpetradas por killers racistas o directamente neonazis. Pues bien, hasta el otoño de 2018, Facebook dio a los anunciantes la posibilidad de usar la categoría «White Genocide» para definir el target de sus anuncios. Eliminó esa posibilidad solo tras la revelación por parte de The Intercept y las consiguientes protestas.

Vale la pena detenerse en este punto: el algoritmo del dispositivo más homologador de la historia de la Humanidad –megamáquina en manos de la multinacional estadounidense más penetrante– promueve las teorías de la conspiración y las invenciones contra las élites «globalistas» que «pretenden homologarnos», contra los complots «globalistas» que «amenazan nuestros valores», «socavan nuestra cultura», etc.

Tú que vas de anti«globalista» en Facebook: tus exabruptos generan engagement, las conspiranoias que difundes resultan altamente lucrativas para el capital globalizado que, a primera vista, podría parecer tu enemigo. Si tuvieras las herramientas, la conciencia, un poco de distanciamiento crítico, te plantearías la cuestión… Pero no las tienes. Estás dentro hasta el cuello y no te das cuenta.

En su famoso discurso durante la graduación del Kenyon College (22 de mayo de 2005), David Foster Wallace empezó contando la historia de los dos peces que, habiendo nacido dentro de ella, no sabían qué era el agua. Usó esa alegoría para ponerles en guardia ante ciertas formas de «veneración» –por sí mismos, por el poder, por el dinero, por el propio intelecto– cuya insidia reside en ser

«inconscientes. Se trata de modalidades predefinidas […] en las que caéis poco a poco, día tras día, haciéndoos cada vez más selectivos sobre lo que veis y el metro que usáis para juzgar […] Y el conocido como “mundo real” no os disuadirá de operar siguiendo modalidades predefinidas, porque […] os acompaña con ese placentero zumbido suyo, alimentado por el miedo, el desprecio, la frustración, el afán y la veneración del yo».

Wallace no estaba hablando de los medios sociales. En mayo de 2005, Zuckerberg apenas si había comprado el dominio facebook.com. Pero el «placentero zumbido del conocido como “mundo real”» que acompaña la caída hacia «modalidades predefinidas» describe perfectamente un ambiente en el que, como el agua para los dos pececillos de la historia, se está inmerso sin ningún tipo de conciencia de ello.

Que quede claro: consideramos que incluso en el acuario de Facebook es posible encontrar personas o grupos que intentan investigar, problematizar el agua en el que nadan. Pero hacednos caso: los que despotrican contra Soros porque organiza las migraciones y paga a todos los manifestantes del mundo, contra el «mundialismo» y los «lobbies sin patria», contra el inexistente «Plan Kalergi» que quiere reemplazarnos por negros, contra la igualmente imaginaria «conspiración de género» [complot gender] que quiere transformarnos a todos en maricones con hijos robados en Bibbiano (vamos, los sujetos que, aunque parezca increíble, se toman en serio a Fusaro [intelectual referente de la derecha de izquierdas italiana, N. del T.]); ese tipo de gente nunca menciona Facebook. «¿Qué demonios es el agua?»

Incluso sin llegar a los frikis rojipardos más idos de la olla, lo dicho anteriormente vale para buena parte de nuestros «antiimperialistas» locales, ésos que no pierden tiempo en etiquetar a los demás como «idiotas útiles al servicio la CIA», «siervos de la OTAN», «peones del neoliberalismo estadounidense», etc.

Probablemente ningún sujeto encarne el expansionismo cultural y el neoliberalismo estadounidenses mejor que Facebook. Y los encarna en su síntesis más engañosa y perniciosa, derivada de eso que ya en 1995 Richard Barbrook y Andy Cameron llamaron la «ideología californiana»: «Un bizarro emplasto de anarquismo hippie y liberalismo económico, aderezado con no poco determinismo tecnológico».

Y, no obstante, los autodenominados «antiimperialistas» acampados en Facebook desde primeras horas de la mañana hasta últimas horas de la noche no hablan jamás del tema. Ningún análisis del ambiente informativo por el que viajan sus palabras, las relaciones de propiedad generadas por la herramienta que están usando o las relaciones de producción dentro de las cuales sus propios desahogos son plustrabajo, actividad incansable que regalan celosamente al capital norteamericano. Están en Facebook de forma acrítica, no problematizada, sin reconocer ningún tipo de contradicción…

…excepto cuando se caen del guindo y lloriquean porque les han bloqueado su página Facebook. En ese tipo de situaciones sacan a relucir incluso la asamblea constituyente presidida por Terracini [fundador del Partido Comunista Italiano y firmante de la Constitución italiana, N. del T.]. Que es un poco como citar a don Milani mientras el puertas de una discoteca te echa de un reservado en el que esperabas follar.
– Te he dicho que te pires.
– ¡La obediencia ya no es una virtud!

Una vez desbloqueada la página, todo vuelve a ser como antes. Curiosa, esa desistencia de los antiamericanos ante Zuckerberg.

En resumen, denuncian todo tipo de descabelladas conspiraciones, todo tipo de maniobras oscuras o cuanto menos opacas… y no hablan de la “conspiración” con ánimo de lucro que forma el contexto de esas “denuncias”, no hablan nunca de la increíble opacidad de Facebook: los usuarios son transparentes para el dispositivo, pero el dispositivo es opaco para los usuarios. Nadie ve nunca la metafórica «sala de máquinas», y mientras la plataforma tiene la exclusiva de la visión global de las interacciones, el usuario conoce exclusivamente –y mal– las suyas propias.

El tiempo de las ilusiones se ha acabado

[…] El resultado de todo esto es que en Facebook cualquier persona, cuanto más se esfuerza en dar lo mejor de sí misma, más intoxica su forma de ser en el resto de ámbitos de la vida, se vuelve más narcisista, bocazas, snob, más ya-lo-sé, más os-cuento-yo-cómo-son-las-cosas, más quejica cuando algo no funciona, etc.

Hace diez años, Facebook tenía aún un dominio soft y poco “gamificado”. Su naturaleza extractivista no era evidente, no se había convertido aún en «la mayor máquina de propaganda del planeta». Hace diez años, aún se podía ser “posibilistas”, la misma Mapelli lo era. En su citado libro sobre Facebook, ponía el ejemplo de algunos experimentos del escritor Aldo Nove –pequeñas transgresiones de las normas de Facebook que hoy parecen bastante insignificantes– y escribía: «Todos, si lo pensamos bien, podríamos inventarnos y experimentar nuevos caminos personales de resistencia, nuevas formas de combatir la hegemonía de los dispositivos».

Diez años más tarde, ¿se puede aún creer que eso es posible?

Los seísmos causados por el fracking de datos dejarán tras de sí un paisaje de escombros psíquicos, relaciones arruinadas y reputaciones desplomadas. Desde ahí habrá que volver a empezar.

La auténtica «gran sustitución»: Facebook y los medios independientes

Hay quien intenta usar Facebook de forma militante. No solo los frecuentes episodios de censura convierten la tarea en algo cada vez más difícil, habría además que preguntarse si, en un contexto como ése, los contras no superan a los pros, y si no sería mejor experimentar otro tipo de cosas. Cierto, no existe un «otro lugar» absoluto, un «fuera» del sistema; pero sí pueden existir contextos menos desfavorables y tóxicos.

Que quede claro, no estigmatizamos a quienes han apostado por llevar también a Facebook su información militante y su Agitprop. Hay quienes lo han hecho tras muchas consideraciones y evaluaciones. Pero también hay quienes lo han hecho como un mero automatismo, sin pensarlo demasiado, solo porque «en Facebook está todo el mundo».

Quienes dicen que «en Facebook están las masas» recuerdan un poco a esos otros que dicen: «Gracias a Facebook he encontrado al amor de mi vida». Nos alegramos por ti, pero la cuestión sigue siendo la misma. Hay quien ha encontrado el amor en el colegio o el instituto, en el trabajo, en un curso de formación, en el metro, de vacaciones en el mar… Hay incluso quien lo ha encontrado en la cárcel, pero no por eso aconsejamos acabar dentro de una.

Con esto queremos decir que «las masas» están en muchos sitios, y mucho más concretos que las redes sociales. Estar en Facebook con tu colectivo, grupo político o web de contrainformación es una elección legítima, pero no obligada.

Si, además, por estar en Facebook se ha renunciado a otros espacios e instrumentos, y se ha llevado ahí toda la propia comunicación online, antes o después es fácil quedarse en bragas.

Sí, existen realidades de movimiento que, habiendo considerado la página Facebook (engañosamente) más sencilla y rápida de gestionar, han empezado a descuidar su web hasta que ésta no se ha convertido en un fósil. Y hay otras que ni siquiera tienen una web, que es como poner los testículos en un tornillo de banco y decirle a Zuckerberg «I agree!» mientras tiene una mano sobre la palanca.

En la tradición de los movimientos revolucionarios, antagonistas, contraculturales, ha sido siempre crucial crear medios propios. Se ha tratado siempre de experiencias muy avanzadas respecto al mainstream del momento: rupturas creativas que introducían nuevos lenguajes y nuevas prácticas de comunicación, favoreciendo así nuevas modalidades de organización. En Italia, se va desde los periódicos y panfletos de agitación socialistas, comunistas o anarquistas hasta la prensa underground, desde las radios libres de los años 70 a los experimentos de telemática independiente y desde abajo realizados en los años 80, 90 y 2000: la red fax del movimiento estudiantil la “Pantera”, las BBS, ECN/Isole en la red, Indymedia, el colectivo militante que ofrece servicios web Autistici/Inventati…

Con el uso prevalente de Facebook por parte de los movimientos se ha producido una grave discontinuidad. En nombre de lo “fácil”, no solo se ha renunciado a “descartar” e innovar respecto al mainstream, sino que se está además a la merced de los dictados políticos, los caprichos algorítmicos y las «condiciones de servicio» de la plataforma. Una situación precaria y de exposición al chantaje.

Resulta necesario liberar al mediactivismo de esa captura, retomando la construcción paciente de medios de información y ambientes comunicativos independientes.

Twitter: gamification a golpe de default power

[…] Durante los años 10, Twitter cambió gradualmente. O, mejor dicho, cambió a sacudidas, pero de forma inadvertida para la mayor parte de las personas. Un enjambre sísmico convertido en normalidad gracias al default power. Como escribe el grupo de investigación Ippolita, éste consiste en:

«el poder de cambiar la vida online de millones de usuarios cambiando pocos parámetros […] En el próximo login, nuestro perfil online podría ser muy distinto de como lo conocemos. Un poco como si, volviendo a casa, descubriésemos que el mobiliario y la decoración han cambiado, que las cosas no están en su sitio. Ésta es la premisa que deberíamos tener siempre presente cuando hablamos de redes de masas: nadie quiere ser parte de las masas, pero cuando usamos este tipo de redes, somos las masas. Y las masas están sujetas al default power».

[…] En abril de 2010, Twitter compra Tweetie, client creado por el veinteañero Loren Brichter. Brichter es el inventor de la función pull-to-refresh [Desliza para actualizar], que Twitter añade a su app oficial para móviles.

Las consecuencias a largo plazo serán enormes: el gesto del pull-to-refresh es el mismo que el del jugador que acciona la tragaperras, es pura gamification. El secreto está en la «recompensa variable intermitente»: cuando muevo el dedo para actualizar, no sé qué va a aparecer en la pantalla. Podría ser algo aburrido, insignificante, o bien una novedad excitante. Ese no-saber, esa curiosidad, es lo que me tiene enganchado, lo que genera adicción. Entrevistado por el Guardian en 2017, Brichter declaró que estaba:

«perplejo por la longevidad [del pull-to-refresh]. En la era de las notificaciones push, las apps pueden actualizar el contenido automáticamente, sin que el usuario tenga que hacer nada […] Pero [el pull-to-refresh] parece tener una función psicológica. Al fin y al cabo, las tragaperras serían menos adictivas si los jugadores no tuviesen que tirar personalmente de la palanca. Pero Brichter prefiere otro símil. Su client es como el redundante botón de “cierre la puerta” que se encuentra en algunos ascensores cuyas puertas se cierran solas. “A la gente le gusta pulsarlo” […] “El pull-to-refresh es adictivo. Twitter es adictivo. No está bien. Cuando trabajaba en ello, no era suficientemente maduro para poder reflexionar sobre lo que estaba haciendo. No digo que lo sea ahora, pero sí un poco más que entonces, y me arrepiento de los aspectos negativos».

[…] También compartir se convierte en algo cada vez más compulsivo y acelerado. Y aquí se asoma otro “arrepentido”, Chris Wetherell. Formaba parte del equipo que creó el botón del Retweet. El artículo de Buzzfeed que contiene su autocrítica está también lleno de estupideces snob y lugares comunes, cosas típicas de gente como Augias o Michele Serra [estrellas del periodismo progre italiano, N. del T.], pero tampoco hace falta profundizar demasiado para llegar al quid de la cuestión:

«Teniendo que copiar y pegar, la gente le echaba un ojo a lo que compartía, y reflexionaba sobre ello, al menos por un momento. Cuando llegó el botón Retweet, esa resistencia disminuyó. El impulso superó ese nivel mínimo de reflexión que antes formaba parte de la acción de compartir».

Con la jodida prisa aumentan las incomprensiones y crece el hate speech, fomentado por todo el mundo, de Trump hacia abajo. Porque Trump se regodea en esa mierda. Y si hasta el político más poderoso de la Tierra no es más que un troll en Twitter, ¿por qué debería comportarme yo de forma responsable?

Y así, en el periodo 2016-2018, Twitter –también en esto a la par que Facebook– recibe cada vez más críticas por su incapacidad o no-voluntad de arrancar de raíz las noticias falsas y la propaganda de odio que se difunden a través de su plataforma.

En la twitteresfera italiana esas dinámicas, reforzada por la hegemonía televisiva […] –esto es, por el hecho que la tele mainstream le dicta la agenda a la comunidad de Twitter, importando, sin filtros, desde el cotilleo más demente hasta el «soberanismo» más nauseabundo–; esas dinámicas desencadenan todo tipo de nuevas territorializaciones identitarias. Junto a nombres de cada vez más usuarios aparecen banderas nacionales. Por ahí llega la tricolor: IT! Yo soy esto, soy italiano, ¡los que son como yo, primero! ¡Conmigo o contra mí! ¿No basta una tricolor? ¡Pues pongo tres! ITITIT O mejor, ¡meto siete! ITITITITITITIT ¡Sí, sí, que vean que abundamos! ¡Abbondandis in abbondandum! ¿Ah, sí? Pues yo respondo con la bandera de la UE! EU Pues yo no quiero dejarles la tricolor a los soberanistas, así que me la pongo y pongo también la bandera de la UE! ITEU

Estamos ya a niveles de jardín de infancia, pero en versión El señor de las moscas.

La revolución, siempre y por encima de todo

[…] En los últimos años, el populismo –en sus variantes italianas Cinco Estrellas, renziana y fascioleguista– ha puesto en escena movimientos falsos, llevados a cabo por «Pueblos» que no eran más que recuentos de megustas en redes sociales, batiburrillos de hashtags, porcentajes de sondeos de opinión o votaciones en plataformas revestidas de supuesta «democracia directa» [referencia al sistema de funcionamiento interno del Movimiento 5 Estrellas, N. del T.]. El caudillo de turno se llenaba la boca hablando de sus mítines en plazas, pero se trataba de plazas vacías de sentido, reducidas a escenografías, photocalls de facto, con imágenes grabadas en plano estrecho para que parecieran abarrotadas, pero bastaba ensancharlo un poco para darse cuenta de que estaban desiertas. Y las pocas veces que se llenaban de verdad, lo hacían para protestar y echar al caudillo.

Giuliano Santoro la ha denominado «guerra civil simulada», concepto más útil que «campaña electoral permanente», porque en las elecciones hay adversarios, mientras que en la guerra hay enemigos, y a lo que asistimos todos los días es a la producción y reproducción del Enemigo. Una «guerra civil», así pues, pero combatida –escribía Giuliano ya en 2013– por un «ejército líquido», pseudomayorías que de «silenciosas» han pasado a ser «virtuales». Y que encuentran su kriptonita en la auténtica revuelta.

«Los combatientes digitales de la “guerra civil simulada” temen las calles, que han dejado de ser lugar de encuentro y de disturbios, limitándose como mucho a alojar los mítines del Jefe o las representaciones itinerantes de sus adeptos. Cuando les toca enfrentarse a la complejidad rugosa y material de las calles y las protestas sin formato, desaparecen en un fundido a negro».

La auténtica revuelta sucede en lugares y está hecha de cuerpos, no de clicktivismo.

La revolución no será compartida en las redes sociales.

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