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Guerras

Así he visto morir Kabul

de Gino Strada

Tras el recientísimo fallecimiento de Gino Strada –médico de guerra, activista, fundador de la ONG Emergency y figura respetada transversalmente por el espectro de la izquierda italiana– publicamos su último artículo, publicado pocos días antes de que la toma de la capital afgana, Kabul, por parte de los talibanes, fuese un hecho consumado. Un punto de vista muy interesante de una persona que vivió en primera línea los horrores del intervencionismo occidental.

de Gino Strada
Publicado en italiano en La Stampa el 13 de agosto de 2021
Traducción inédita

Se habla mucho de Afganistán en estos días, tras años de toque de queda mediático. Resulta difícil ignorar la noticia de ayer: los talibanes han conquistado Lashkar Gah y avanzan muy rápido, las embajadas evacúan a su personal y temen por él. No me sorprende la situación, igual que no debería de sorprenderle a nadie que tenga un conocimiento aceptable de Afganistán o, por lo menos, una buena memoria. Y me parece que faltan —o mejor aún: que han faltado siempre — ambos. La guerra de Afganistán ha sido, ni más ni menos, una guerra de agresión iniciada el día después al ataque del 11 de septiembre, por parte de Estados Unidos y todos los países occidentales que les siguieron.

El Consejo de Seguridad de la ONU —único organismo internacional con derecho a recurrir al uso de la fuerza—intervino el día después del atentado con la resolución número 1368, la cual fue completamente ignorada. EEUU siguió adelante con una iniciativa militar autónoma (y, por tanto, completamente ilegal desde el punto de vista del derecho internacional), coherentemente con la decisión de atacar militarmente y ocupar Afganistán que había sido tomada en otoño del 2000 por parte de la administración Clinton, como podía leerse en aquellos meses en los periódicos paquistaníes y como sugieren los tiempos de la intervención. El 7 de octubre de 2001, la aviación de EEUU inició los bombardeos aéreos.

Oficialmente, Afganistán había sido atacado porque acogía y apoyaba la «guerra santa» contra EEUU de Osama Bin Laden. Así, la «guerra al terrorismo» se convirtió, de facto, en la guerra por la eliminación del régimen talibán que llevaba en el poder desde septiembre de 1996, después de que durante al menos dos años EEUU hubiese «negociado» para llegar a un acuerdo con ese mismo poder talibán: el reconocimiento formal y el apoyo económico al régimen de Kabul a cambio del control de las multinacionales norteamericanas del petróleo y los futuros oleoductos y gasoductos de Asia Central hasta el mar, es decir, hasta Pakistán. Y era sobre todo Pakistán —junto con otros muchos países del Golfo Pérsico— el que había dado vida, equipado y financiado a los talibanes desde 1994.

El 7 de noviembre de 2001, aproximadamente el 92% de los diputados italianos aprobó una resolución a favor de la guerra. Quienes entonces se oponían a la participación de Italia en la misión militar, contraria a la Constitución y a cualquier lógica, era acusado públicamente de ser un traidor a Occidente, un amigo de los terroristas, un alma bella en el mejor de los casos. Invito a cualquiera que tenga ganas a realizar una investigación al respecto en los periódicos de entonces, porque sería educativo para todos. La intervención de la coalición internacional se tradujo, en los primeros tres meses del 2001, solo en Kabul y sus alrededores, en un número de víctimas civiles superiores a las de los atentados de Nueva York.

En los meses y años siguientes las informaciones sobre las víctimas se volvieron cada vez más inciertas. Según Costs of War de la Brown University, alrededor de 241.000 personas han sido víctimas directas de la guerra y otros cientos miles han muerto como consecuencia del hambre, enfermedades y carencia de servicios esenciales. Solo en la última década, la Misión de Asistencia de las Naciones Unidas en Afganistán (UNAMA) ha registrado al menos 28.866 niños y niñas muertos o heridos. Y son cifras que, sin duda, subestiman la realidad.

He vivido en Afganistán un total de 7 años. He visto aumentar el número de heridos y la violencia, mientras el país era progresivamente devorado por la inseguridad y la corrupción. Hace veinte años decíamos que esta guerra habría sido un desastre para todos. Hoy, el resultado de aquella agresión se materializa bajo nuestros ojos: un fracaso desde cualquier punto de vista. Además de las 241.000 víctimas y los 5 millones de desplazados, entre migrantes internos y solicitantes de asilo, Afganistán es hoy un país al borde de una nueva guerra civil, los talibanes son aún más fuertes que antes, las tropas internacionales han sido derrotadas y su presencia y autoridad en la zona es aún más débil que en 2001. Y, por encima de todo, se trata de un país destruido, del cual escapa quienes pueden hacerlo, aun sabiendo que tendrán que atravesar el infierno para llegar a Europa. Y aun así, en estos días, algunos países europeos se oponen a la decisión de la Comisión Europea de frenar las repatriaciones a los refugiados afganos en un país en llamas.

Para financiar su intervención, EEUU ha gastado un total de 2.000 billones de dólares; Italia, 8.500 millones de euros. Las grandes industrias armamentísticas lo agradecen, al fin y al cabo, han sido las grandes beneficiadas de esta guerra. Si ese caudal de dinero hubiese ido a parar a Afganistán, en estos momentos el país sería una gran Suiza. Y, por otro lado, quizás de ese modo los occidentales habrían conseguido mantener algún tipo de control, en lugar de verse obligados a huir con el rabo entre las piernas. Y, a pesar de todo, hay personas que en aquel país destruido intentan aún mantener vivos los derechos esenciales. Por ejemplo, en los hospitales de Emergency —hasta arriba de heridos— el personal sigue trabajando en medio a los combates, arriesgando su propia integridad. No puedo escribir de Afganistán sin pensar antes que nada en esas personas, y en los afganos que sufren en este momento, los auténticos «héroes de guerra».

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