de Redacción DinamoPress
Publicado en italiano en DinamoPress el 29 de abril de 2021
Traducción inédita
Enzo Calvitti, Giovanni Alimonti, Roberta Cappelli, Marina Petrella, Sergio Tornaghi, Giorgio Pietrostefani y Narciso Manenti. Son los nombres de los siete militantes de extrema izquierda arrestados ayer por la mañana en Francia bajo petición del gobierno italiano. Los cinco primeros formaron parte de las Brigadas Rojas; Pietrostefani, de Lotta Continua [Lucha Continua] (convaleciente desde hace tiempo y receptor de una controvertida condena por haber ordenado el homicidio del comisario Calabresi) y Manenti, de los Núcleos Armados por el Contrapoder Territorial. Otros tres, Luigi Bergamin, Maurizio Di Marzio y Raffaele Ventura han conseguido huir a las redadas y se encuentran actualmente en paradero desconocido – fugitivos, en la fría jerga de las comisarías adoptada indistintamente por los medios de comunicación.
En estas detenciones y en las declaraciones de los principales partidos se lee una única cosa: la voluntad de venganza del Estado italiano en complicidad con el Estado francés que, sobre este tema, a pesar de las reconfortantes declaraciones del presidente Macron, ha realizado una clarísima inversión de ruta.
Estamos hablando del mismo Estado italiano que un año después del final de la dictadura decretaba la amnistía para casi todos los fascistas [aprobada en 1946 bajo propuesta del entonces ministro de Gracia y Justicia y líder del PCI, Palmiro Togliatti, N. del T.] y enjuiciaba a cientos de partisanos; el mismo Estado de las cloacas que ponía bombas en plazas, trenes y estaciones; que nunca se ha demostrado interesado en reconstruir la genealogía y la composición del terrorismo neofascista; que nunca ha querido ajustar cuentas con los años 70 para no reconocer el carácter político de aquella insurgencia, que fue también armada. Y, finalmente, el mismo Estado que en su lucha contra la extrema izquierda, armada y no armada, en los años 70 y 80 desplegó herramientas como la tortura (los testimonios se cuentan por decenas), las ejecuciones selectivas y teoremas como el del 7 de abril de 1979 [operación policial en la que se puso en busca y captura a 22 profesores universitarios bajo la acusación de haber organizado distintos grupos subversivos de extrema izquierda, N. del T.]. Ninguno o casi ninguno de los aparatos estatales protagonistas de esas estrategias ha dado explicaciones o pedido perdón.
Las detenciones de ayer no sirven para acabar con la lucha armada, extinta desde hace años, igual que el periodo de conflicto en el que se desarrolló aquella hipótesis política.
Una hipótesis de dirección armada del movimiento que, para quien escribe, demostró ser un completo fracaso y que, por otro lado, archivaron hace tiempo incluso la mayor parte de los y las militantes que tomaron las armas. Una estrategia que contribuyó a obligar a la insurgencia revolucionaria, de masa y enraizada socialmente, a elegir entre represión o clandestinidad. El juicio político es claro, pero un fenómeno histórico de tales dimensiones, que involucró a decenas de miles de personas, no puede reducirse en modo alguno a una cuestión penal. Que algo había cambiado se hizo evidente con la absurda historia de Cesare Battisti, la pasarela mediática tras su detención y las babeantes bocas de nuestros queridos justicialistas.
Las detenciones de París han sido dirigidas contra personas distintas de aquellas que cometieron los hechos imputados y en un mundo completamente transformado. Proponen como única solución la muerte en prisión de quienes ya desde hace años no representan un peligro para nadie. ¿De qué sirven entonces, las detenciones?
Nadie discute el dolor de los parientes de las víctimas, entrevistados sin piedad ni pudor en estos días; lo que se discute es el papel del Estado italiano en esta historia. El paradigma victimario, ya reafirmado, no puede ser la única respuesta de un Estado de derecho que intenta ajustar cuentas con su pasado. La saña del Estado muestra así el carácter exclusivamente político de esa larga persecución. No tiene ninguna piedad por los parientes de las víctimas, no tiene ningún interés real en presuntos motivos de seguridad, sino tan solo el deseo de borrar por completo un periodo político que no consistió solo en lucha armada, sino en la autoorganización de miles de personas que desde los años 70 se sublevaron con la convicción de poder llegar al comunismo.
Los arrestados, acogidos en Francia desde hace cuarenta años por una decisión de Miterrand, se han convertido con el tiempo en rehenes de los presidentes Sarkozy y Macron, cada vez que éstos han querido calmar a las derechas conservadoras y fascistas locales, y en la inminencia de segundas vueltas electorales decisivas o, en este caso, en plena campaña contra el terrorismo yihadista y contra un imaginario islamo-izquierdismo que obviamente no tiene nada que ver con los tiempos y las personalidades de las personas arrestadas.
Los rehenes son así ofrecidos al gobierno italiano como espectáculo de circo o, más decorosamente, a Macron y Draghi en nombre de Europa y como compensación a los fracasos en las campañas de vacunación. Una nueva Europa que ha de fundamentarse, al parecer, en la encarcelación de personas de sesenta y setenta años que desde hace décadas han cambiado radicalmente de vida y para las cuales cuesta entrever algún tipo de función reeducativa de una posible pena de prisión.
No obstante, todavía no es seguro que la operación, que debe aún ser ratificada por los jueces franceses —no precisamente amiguísimos de Macron—, siga su curso sin obstáculos, como la prensa italiana prevé e incita. En cualquier caso, el problema permanece y nos propone de nuevo la necesidad de una amnistía que cierre lo que política y militarmente está cerrado desde hace años.
A la espera de que eso suceda, deseamos que el resto de personas involucradas aún en libertad (¿aunque de qué libertad estamos hablando, si llevan años exiliados de sus hogares?) sepan correr rápido, esconderse bien o, simplemente, que puedan ser dejadas en paz como merecen.