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Crisis del covid-19 Pensamiento

El «misterio» del toque de queda

de Andrea Muni

En su nueva normativa, que estará vigente al menos hasta finales de junio, el gobierno italiano ha decidido relajar gran parte de las restricciones. Sin embargo, el toque de queda persiste, desvelando así, por si aún no estuviera claro, su naturaleza represiva y de control social, y lo inútil (por no decir contraproducente) que resulta desde el punto de vista sanitario.

de Andrea Muni
Publicado en italiano en ChartaSporca el 18 de abril de 2021
Traducción inédita

This morning I woke up in a curfew,
oh god… I was a prisoner too
(Bob Marley, Burnin and lootin’)

No ocurría desde los tiempos de Badoglio [general del Reino de Italia que sustituyó a Mussolini y firmó la salida del país de la II Guerra Mundial, N. del T.], no tiene ninguna razón de ser, es el emblema de todas las reglas que parecen hechas aposta para ser infringidas: el toque de queda (que el gobierno italiano acaba de prolongar al menos hasta junio). La más insensata y delirante de entre todas las medidas que se han aplicado desde el pasado otoño para hacer frente a la crisis pandémica. Una medida que:

1) En Europa ha sido adoptada por menos de la mitad de los Estados;
2) no tiene el más mínimo sentido porque las personas se ven aún así, pero en ambientes cerrados y privados que aumentan la probabilidad de contagio;
3) no tiene en consideración que poder estar por la calle hasta más tarde permitiría descongestionar los flujos de personas que llenan –en todas las ciudades, a pesar de todas las normas– las principales zonas del centro;
4) induce literalmente –limitando la movilidad en ciertas franjas horarias– las concentraciones de personas que pretende prevenir;
5) tiene un valor puramente represivo;
6) mortifica a los jóvenes y a todas aquellas personas que tienen hábitos nocturnos;
7) prevé que, incluso en zona blanca [nivel más bajo en la escala de gravedad de la pandemia que se atribuye a las Regiones italianas, N. del T.], el toque de queda no sea eliminado automáticamente, sino que se sea decisión de la Presidencia de la Región;
8) demuestra literalmente el terror del Estado a perder completamente el control del país, como lo demuestra además la lluvia de subsidios concedidos en los últimos meses (Louis-Ferdinand Céline decía: «cuando los lobos empiezan a amar a los corderos es cuando hay que empezar a preocuparse de verdad»);
9) permite a la prensa cato-progresista llenarse la boca con sus mantras paternalistas y moralistas preferidos –desde «date una vuelta por una planta covid», como si la presencia de pacientes en estos servicios tuviese una conexión directa con el hecho de criticar el toque de queda, hasta el gran clásico «¿Pero será posible que en una situación así penséis solo en iros de fiesta?», típica actitud que culpabiliza y cuyo objetivo es desviar el centro de la atención del hecho que el toque de queda es una medida que, desde siempre, se usa principalmente para reprimir.

El toque de queda es una medida típica de las guerras civiles, de los momentos de anarquía en los que las instituciones tienen miedo de no poder controlar la situación. Situaciones que existen actualmente, en Val Susa, Roma o Catania (respectivamente, manifestaciones contra el TAV, protestas de los trabajadores de la cultura y protestas de los vendedores ambulantes), a pesar de que los principales medios de comunicación se nieguen a informar de ellas y muchas personas prefieran no verlas (oponiendo a esta tragedia la de los muertos por covid, como si estuviéramos en una estúpida tertulia de tarde, en una continua competición por ver quién la tiene más grande o quien es «mejor persona»). Los daños que han provocado, a nuestras vidas y al tejido social, los veinte años de continua polarización inducida por la premiada empresa Mediaset-La Repubblica no dejarán de repercutir en la vida del debate público durante muchas décadas más.

¿Pero no os parece raro? Un millón de parados en un año (datos oficiales), ni en la República de Weimar; toque de queda; dinero repartido como si lloviera de una forma tan desesperada que no se veía desde los tiempos del plan Marshall (exagero aposta); el país puesto en manos de un liquidador fracasado del Banco Central Europeo

¿De verdad a nadie le ha surgido la duda de que algunas de las medidas elegidas para frenar la pandemia tengan en realidad un objetivo totalmente distinto? ¿De verdad hace falta hablar con conspiranoicos, o con Agamben, para encontrar a alguien que vea en estos «curiosos» movimientos maniobras preventivas y represivas a través de las que el Estado y la política –que desde hace tiempo son meras emanaciones de un único y camaleónico centro de poder económico-financiero– se preparan para gestionar los levantamientos populares que están ya sacudiendo el país?

La producción ha sido desde el principio la primera cosa que ha sido salvaguardada en esta crisis (huelga decirlo, por encima de la salud). Lo sabemos. ¿Pero por qué? Porque ahí arriba han entendido (también ellos leen a Marx, los únicos que ya no lo hacen son la gente de izquierdas) que hacer que la gente trabaje, explotarla, darles pan y decirles tontos, es la mejor forma para evitar que explote la revuelta por las calles. Ahí arriba han entendido que los que no trabajan son «peligrosos» (para ellos), y es por esto que se están sacando de la manga tanto dinero que parecen haber pasado dos siglos (y no dos años) desde que se contaban céntimos discutiendo sobre la renta básica. Espero que nadie piense que ahí arriba alguien quiera proteger a la gente de la pobreza. Todo lo contrario. Se quiere proteger al Estado –y a los patrones que lo gestionan por cuenta ajena– de los riesgos de un excesivo empobrecimiento de la población. En esencia, con un poco de palo y un poco de zanahoria, se quiere evitar que la gente empiece a ir a coger cosas a casa de ricos y pudientes. ¿Pero cuánto podrá durar todo esto? ¿De verdad queremos dejar desierto el campo de esta rabia social que fermenta, dejar que se vuelva el territorio de caza exclusivo de Meloni [líder del partido ultranacionalista Hermanos de Italia, N. del T.] y Casapound?

El día que (en noviembre) recorrí el camino hasta un bar donde había quedado con unos amigos, llevando puesta la mascarilla según las normas, para descubrir poco después que una vez sentado en el bar mi estatus de «consumidor» me permitía quitármela (a pesar de estar a pocos centímetros de los demás), bueno, ese día tuve miedo. Sentí el olor de la muerte.

Hemos pasado un otoño y un invierno reclusos, descubriendo poco a poco, con la primavera, que (por lo menos en las grandes ciudades) el celo inicial de los cuerpos de policía y la credibilidad de aquellos que nos han impuesto normas delirantes como el toque de queda, iban fracturándose paralelamente a los sentimientos de culpa que inicialmente sentíamos por el simple hecho de haber ido al parque –en los momentos en que ha estado prohibido– a tomarnos dos birras con los amigos de toda la vida, o a jugar al volleyball con nuestros hijos.

El efecto Draghi y el de su anestésica sonrisa de jesuita reptiliano parece atenuarse al fin. Francamente, no se entiende qué ha podido producir durante unos meses ese estado de leve excitación y desorientación. ¿No era evidente desde el principio que ese tipo había sido puesto ahí, con el acuerdo de todos, para comerse el marrón de tomar las decisiones impopulares que su predecesor no quería que se considerasen exclusivamente de su responsabilidad? ¿No está claro que esta persona no es sino un guardián de la Ley (de kafkiana memoria), colocado ahí aposta por sus amos con el intento desesperado de no dejar caer «su» país en la anarquía?

A veces me parece que nos encontremos de verdad en la fábula «El traje nuevo del emperador», con la única diferencia de que el niño –ése que, con una mezcla de ingenuidad y malicia, dice «El rey está desnudo»; el mismo niño de Heráclito y de Nietzche, ése que lanza los dados en la playa y es libre de crear– ha sido eliminado de la historia, o por lo menos silenciado.

¿Es posible que seamos aún tan pocos a los que nos sorprende este caos tranquilo? ¿Tan pocos los que nos preguntamos por qué motivo –mientras tiene lugar el evento histórico social y económicamente más apocalíptico desde los tiempos de la Segunda Guerra Mundial– nos estamos comportando como vacas sagradas, como los tipos totalmente tranquilos y despersonalizados que se preparan, con impasible orden y siguiendo las instrucciones, al desesperado aterrizaje de emergencia?

¿Servía quizás precisamente para esto la cruzada contra el conspiranoico? ¿Para descalificar preventivamente y atribuir cualquier forma de discrepancia a ese tipo especial de enfermedad mental llamada conspiranoia? Quién sabe, quizás dentro de no mucho la veremos incluida en algún tipo de DSM [sistema de clasificación estadounidense de los trastornos mentales, N. del T.]. Macartismo 2.0.

Y, por otro lado, ese niño, el que dice «El rey está desnudo», sí, aparece en la fábula. Pero es un niñato, un poco estúpido e ignorante. Todos sabemos que el rey llevaba de verdad vestidos transparentes, y que eran preciosos. Sí, mucho mejor, ésta es la historia más apropiada. Más aún, ahora que lo pienso, me parece que la versión original era exactamente así. ¿Verdad?

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