de Luca Pisapia
Publicado en italiano en JacobinItalia el 20 de abril de 2021
Traducción inédita
Se ha acabado el fútbol, se ha acabado todo. Han llegado los ricos, los patrones, y se han llevado el balón. Ésta es la nouvelle vague sentimental que circula en estos días en respuesta a la noticia del nacimiento de una Superliga de fútbol en la que participarán exclusivamente los mejores clubs europeos. No sé si el fútbol se ha acabado de verdad, pero sí estoy convencido de que lo que no se acabará nunca será esa nauseante retórica nostálgica y reaccionaria que sirve solo a los ricos y a los patrones. Como todas las retóricas, como todas las nostalgias.
Vayamos por orden. En los últimos años se han repetido este tipo de discursos por lo menos sesenta veces, tantas como los intentos de la CIA de asesinar a Fidel Castro, y a pesar de eso la pelota sigue ahí, rodando por el campo, indiferente a los lloriqueos. Más aún, agrupa entorno a sí a cada vez más personas, que serán quizás más estúpidas que los inteligentísimos nostálgicos en cuyos viejos tiempos era todo mejor, también el fútbol. Pero dicen que aun así lo aman, a su manera. Pues bien por ellos. Que el fútbol se ha acabado lo llevamos oyendo desde finales del siglo diecinueve, con el primer gran aumento del precio de las entradas debido a un interés cada vez mayor por ese nuevo espectáculo, tan fácil de jugar y replicar. Y luego, pocos años después, cuando se introdujo el profesionalismo, qué le voy a contar, señora, lo hermoso que era cuando se jugaba por pasión y no por dinero. Y ahí seguimos, aún en el siglo diecinueve.
Y luego el fútbol se acabó cuando la Selección italiana celebraba el Mundial y las Olimpiadas con el uniforme negro y haciendo el saludo fascista, cuando Giuseppe Meazza [considerado uno de los mejores jugadores italianos de todos los tiempos, N. del T.] aparecía en todas las portadas rodeado de flamantes deportivos y hermosas jovencitas, anunciando productos para él y para ella. Beckham y Cristiano Ronaldo son aficionados comparados con Giuseppe Meazza, héroe fascista cuyo nombre dio nombre al estadio italiano más icónico [más conocido como San Siro y en el que juegan como locales el A. C. Milan y el F. C. Internazionale, N. del T.].
Estamos aún en el periodo de entreguerras, y ya se había acabado todo. Y era un fútbol que los nostálgicos de hoy, los inteligentes —los del aroma del césped y el calor del barro, no esos idiotas de la playstation y de la televisión— ni siquiera conocían, porque no habían nacido aún. Lo que echan de menos es un fútbol sucesivo, nacido cuando en realidad el fútbol se había acabado ya desde hacía tiempo.
Y así el fútbol volvió a acabarse en los años 60 del pasado siglo, cuando por primera vez fue transmitido por televisión. Por no hablar de cuando se acabó de verdad, de verdad. eh, cuando empezaron a transmitirlo en los canales de pago. Pero estamos ya en los años 90, y mientras tanto el fútbol se había acabado un montón de veces.
Se había acabado cuando se había institucionalizado el mercado de jugadores, cuando llegaron los patrocinadores a las camisetas del equipo, y luego los personales para jugadores, cuando Paul Breitner se afeitó su icónica barba para anunciar una cuchilla y cuando Argentina usaba el deporte rey para magnificar su feroz y sanguinaria dictadura. Mario Kempes marcaba, levantaba los brazos al cielo y, mientras tanto, los cadáveres de una generación eran arrojados en el Atlántico por los militares. El fútbol seguía acabándose y generaciones enteras se sucedían, retrasando cada vez un poquito más la fecha en el certificado de defunción. El barro, la calle, los charcos, la lluvia, el juego ya no eran un estilo de vida alternativo al poder, sino la reivindicación reaccionaria de un pasado puro y maravilloso, intacto. Una edad de oro cuya fecha había que desplazar cada vez un poco más hacia allá, igual que el certificado de defunción del fútbol.
Porque los buenos tiempos nunca han existido. El fútbol nació como producto de la industria cultural, posee una función económica e ideológica a la que ha obedecido siempre. Y porque la nostalgia de un tiempo pacificado, sin contradicciones, sin rupturas, es un sentimiento jodidamente fascista, sin tener que ir a preguntarles a Walter Benjamin o Furio Jesi.
El fútbol es un producto de masas, una mercancía que se adapta al espíritu de los tiempos y a las relaciones de fuerza existentes, como el arte, la música o el cine. El espectáculo evoluciona a la par que evolucionan las formas de producción. Nace como industria y se vuelve fordista, se desarrolla como postfordista y se vuelve neoliberal. Hoy es financiero. Para desilusión de todos los que decretan su muerte.
En 1992 nacen la Premier League y la Champions League, y las campanas de muerte suenan furiosas, como hoy, aún más que hoy. Y a pesar de eso, su valor se multiplica, por diez, por cien, por mil. Y los derechos televisivos pasan, en solo treinta años, de un puñado de millones a decenas de miles de millones, y la audiencia pasa de internacional a global. Se juega en todas partes, se ve en todas partes. Pero se había muerto, claro.
En los años dos mil, cuando el fútbol se había acabado más veces de las que se podían contar, llegan los emires, los jeques, los oligarcas, y luego, en la década siguiente, los fondos de inversión y, ¿adivináis qué ocurre? Que se acaba de nuevo. Que qué bellos los tiempos en que los capos del fútbol eran buenos y simpáticos, como los capitalistas de antes que creaban los departamentos de confinamiento [reparti confino, talleres y almacenes donde se “desterraba” a los obreros, N. del T.] y disparaban a bocajarro a campesinos y obreros, ah, qué buenos tiempos. Hoy no, los patrones de hoy son feos y malos.
¿Se hará la Superliga? No lo sé. Seguramente algo se mueva. Según el informe de la Deloitte Footbal Money League 2021, los veinte mayores clubs europeos han facturado, en el último año y a pesar de la pandemia, un total de 8.200 millones de euros. Todos los demás equipos juntos no llegan ni a la mitad. En el fútbol existe de facto una separación económica, social y deportiva entre los tres o cuatro primeros equipos de los grandes torneos y todas los demás. Esa separación ha existido siempre y últimamente se ha polarizado. Como en el resto de actividades económicas, vivimos una fase monopolística también en el mercado futbolístico.
Y así, a nuevas formas de producción le corresponden nuevas fachadas, y la Superliga, si y cuando se iniciará, será solo el enésimo pasaje. No el enésimo final. También la Premier League fue el nacimiento de una asociación privada, a partir de clubs que se salieron de la Football League, para desesperación de puristas y nostálgicos, que declararon, con conocimiento de causa, que aquella vez el fútbol se acababa de verdad. Solo que treinta años después la Premier League es la liga más hermosa y más vista del mundo, vaya por dios.
La Champions League la creó la UEFA, que no era exactamente una asociación privada, aunque se haya acabado revelando como tal. Juegan siempre los mismos, ganan siempre los mismos, ¿pero quizás no era igual la vieja Copa de Clubes Campeones Europeos? Quizás sí. Y si hoy la Superliga nace sin el apoyo de la UEFA, que es una de las mayores asociaciones de delincuentes legales activas en el mercado, ¿qué diferencia hay? ¿Tenemos que sentir nostalgia también por la vieja criminalidad organizada capitalista? Sería algo curioso.
Porque ésa es la cuestión, yo me preguntaría quiénes son mis compañeros de viaje en la reivindicación nostálgica de los buenos tiempos que nunca existieron y de un fútbol que nunca existió. Contra la Superliga, se han posicionado la UEFA, los grandes periódicos, las televisiones privadas, los inventores del formato carrusel del fútbol (que alarga las horas de emisión para aumentar las ganancias por derechos televisivos), los cuales han expulsado a los aficionados de los estadios, prefiriendo a espectadores, VIPs e influencers. En las redes sociales han mostrado su rabia presidentes de gobierno y primeros ministros que en los dos últimos años han dejado claro lo mucho más importante que es el PIB de sus países respecto a la salud de sus ciudadanos, los cuales han muerto sacrificados en el altar de la productividad y de la competencia. Buena gente, en resumen.
La Superliga necesitará plataformas de explotación nuevas y distintas, las cuales seguramente expulsarán a los pollasviejas que sin duda no protestan por el bien común, sino por salvar sus propios beneficios económicos. Se tratará probablemente de plataformas online, que englobarán todo el viejo sistema mediático, el cual ya no será capaz de servir al potente de turno y lamer los culos adecuados.
Mis compañeros de viaje son los que hacen, del barro, de la calle, de los charcos, de la lluvia y del juego, un estilo de vida alternativo, contra los modos de producción capitalista y la retórica dominante. Las chavalas y los chavales del fútbol popular, de la inclusión, de la participación y de la diversión.
El conflicto se desarrolla siempre juntos, en colectivo, sobre los puntos más avanzados de un sistema de desarrollo, nunca de forma solitaria en la retaguardia, llorando por aquello que nunca fue. El fútbol se cambia colándose en sus aporías, dándole la vuelta a su retórica falaz y falocéntrica, haciendo que exploten sus miles de contradicciones, no echando de menos los viejos tiempos que nunca han existido. O bien se pueden sacar las pancartas que dicen «no al fútbol moderno», demostrando que se quiere ignorar conscientemente que el fútbol nace moderno, y rendirse así en la batalla por cambiarlo. O, aún peor, se pueden gritar eslóganes en los que se dice que el fútbol nació en el pueblo y que fue más tarde robado por los patrones, como si los ricos estudiantes de Eton y Oxford de mediados del siglo diecinueve fuesen pueblo, o como si fuesen pueblo todos los patrones y dictadores que lo han utilizado siempre para su propia gloria. Porque, pensándolo bien, nosotros hemos visto más bien poca gloria, y muchos más golpes y expulsiones. Pero se puede seguir así. Se puede decir que hoy, con el nacimiento de la Superliga, el fútbol se ha acabado de verdad, de verdad de la buena, esta vez sí que sí, que los ricos nos lo han robado, que lo han matado. Y generaremos así el enésimo certificado de defunción. Se puede hacer de todo, en lugar de historizar, como decía Fredric Jameson, se puede falsificar la historia, inventando buenos tiempos que nunca existieron, reivindicando la nostalgia del barro. Ante una realidad que es demasiado compleja para encerrarla en estúpidos y reaccionarios eslóganes.