de Redacción Infoaut
Publicado en italiano en Infoaut el 02/03/2021
Traducción inédita
Qué decir, a un año de la explosión de la epidemia de covid nos parece revivir una y otra vez el mismo tiempo suspendido. Cambian los gobiernos, cambian los responsables de la gestión pandémica, cambian los presidentes, llegan las vacunas, llegan las variantes y, a pesar de todo, nos da la sensación de seguir en la misma maldita rueda de hámster. Es un poco como ser inquilinos de la habitación 1408 del cuento de Stephen King: buscamos mil formas para evadirnos, pero a los sesenta minutos, nos encontramos de nuevo ahí, aún más renqueantes y desesperados. Y así, nuestro día a día transcurre ya en esa triste y, de alguna forma, sorprendente circularidad, con el confinamiento, la caza al contagiador, la falsa promesa de salida de la crisis, el ridículo alivio económico y el dramático aumento de los contagios. Es la crisis, que se vuelve estructural, permanente, hasta en los pequeños detalles de nuestra cotidianidad.
Pero cuidado, el hecho de que esa circularidad esté ya «normalizada» no significa en absoluto que sea normal. Se trata del arrastrarse lento de un sistema de desarrollo no apto para afrontar el actual desafío; de una clase política completamente víctima de la versión más tosca del capitalismo europeo. En otro lugar, un lugar que parece cada vez más lejano, más de ciencia ficción, la crisis ha sido afrontada de otras formas, con otros efectos y otras consecuencias. Cierto, existen situaciones peores que la de nuestro país, y los medios y la política se apresuran en subrayarlo para darse recíprocamente una gratificante palmadita en la espalda, pero existen también modelos que, al menos en parte, demuestran qué es lo que no ha funcionado y sigue sin funcionar (en el continuo círculo infinito) en nuestras latitudes. Ernesto Burgio, en un interesante artículo titulado «Dopo un anno di pandemia» [Tras un año de pandemia] no se va por las ramas: «Las auténticas razones de estos datos dramáticos deberían ser ya evidentes a ojos de todo el mundo. Mientras que en los países occidentales la pandemia está ya casi fuera de control, prácticamente desde el principio todos los países asiáticos, y más tarde también Cuba, Nueva Zelanda, Australia e Islandia, la frenaron organizando sistemas eficaces de rastreo y monitorización de los sujetos positivos y de sus contactos, y cuando ha sido necesario, creando sistemas alternativos y áreas de urgencias y cuarentena para aislar y tratar adecuadamente los casos no graves y evitar así la entrada del virus en centros de salud, hospitales y estructuras parasanitarias, y reservando la entrada a los hospitales a los pocos casos graves. Inútilmente, también en Italia hemos pedido en repetidas ocasiones que se tuvieran en consideración esas mismas medidas: en marzo, con el fin de controlar más rápidamente la primera y dramática oleada; en agosto, intentando en vano evitar la segunda oleada y, recientemente, hemos repetido esas demandas con el apoyo de la SIPPS (Sociedad Italiana de Pediatría Preventiva y Social) y la SIP (Sociedad Italiana de Pediatría). No obstante, estos llamamientos no han surtido ningún efecto y aún hoy, tras más de un año desde las primeras alarmas lanzadas desde Wuhan, mientras China, Japón, Vietnam, Camboya y el resto de países que han sabido adaptar y reforzar rápidamente su sanidad del territorio han vuelto a la vida normal, nosotros seguimos temblando y nos vemos obligados a esperar que las vacunas obren un milagro».
Aquí, mientras los hospitales se siguen llenando, la gente sigue muriendo y variantes más infectivas se implantan y difunden, seguimos confiando, con cientificista expectación, en que la mesiánica vacuna (o vacunas) lo resuelva todo. Pero se trata de una espera en vano. La patética y bufonesca epopeya que desde hace tiene lugar entre las multinacionales del fármaco y los estados europeos es el enésimo síntoma de la inconsistencia política, no solo de las élites de nuestro país, sino de la totalidad del continente. Es el descubrimiento, ya experimentado en diversas ocasiones desde la crisis del 2008, de que Europa, a nivel internacional, cuenta cada vez menos y que quienes la guían, con sus incrustaciones ideológicas a favor del libre mercado e imbuidos de la presunta superioridad del Viejo Continente, son víctimas de una mentalidad decadente e idiota que, como si nada, se refleja en nuestro país a través del suave «cambio de régimen» al que acabamos de asistir. Ahora, a un año del inicio de la pandemia, se empieza a hablar de la producción de una vacuna (pública, público-privada, privada con subvenciones del público; las hipótesis se multiplican cada día) autóctona, es decir, que no dependa directamente de las grandes farmacéuticas y de su geopolítica. Y voilà que cae el velo de las fantasías sobre la eficiencia del libre mercado para gestionar los recursos, y así vemos cómo, a desgana y a escondidas, un poco como con los recortes a la sanidad del territorio, las autoridades se encuentran a sí mismas admitiendo que habría que quitarles de las manos a las multinacionales la producción de los fármacos, que el capitalismo, al menos para nosotros, no está funcionando. Pero naturalmente se trata solo de concesiones de emergencia, de reflexiones que serán rápidamente eliminadas, de cortocircuitos de la hegemonía dominante que serán escondidos diligentemente bajo la alfombra.
La cuestión es que, si ahora estamos respirando este asfixiante aire de dejà vu, si seguimos girando sin descanso en la rueda pandémica, no es porque «no hay alternativa», no es por culpa de los contagiadores, ni tampoco en gran parte de las variantes, sino porque se han tomado ciertas decisiones políticas, porque se ha decidido gestionar el desafío pandémico de una cierta forma y no de otra. Porque, en pocas palabras, una vez más se han ignorado las causas del evento problemático y de su difusión. Haberlas tenido en consideración habría implicado una reflexión radical y global sobre el modo en que se organiza nuestra sociedad, lo cual no está mínimamente en la agenda de prioridades de quienes nos gobiernan.
Todo lo contrario, en nuestro país la pandemia es la ocasión perfecta para las élites de retomar el control total. La investidura de Draghi con la fría maniobra de Renzi y Matarella no representa sino eso. Tras la anomalía populista, llega la Restauración. Técnicos de todo tipo, provenientes de instituciones financieras, grandes empresas y militares atlantistas retoman el control del país con los políticos de casi todos los partidos haciendo de monos amaestrados, naturalmente condicionados por Confindustria [potente patronal industrial italiana, N. del T.] y el favor de la Unión Europea.
Lo que tienen en común el gobierno de Draghi y el de Monti no es la austeridad, sino la continua y latente transferencia del control sobre la democracia formal de nuestro país a mercados e instituciones internacionales, en un cada vez más evidente teatro de fachada. El nombramiento del general Figliuolo como comisario extraordinario para la gestión de la pandemia [el homólogo italiano de Fernando Simón, N. del T.] representa el enésimo capítulo de ese espectáculo. La militarización de la pandemia que, desde las calles de las ciudades hasta las retóricas de los periódicos, se transforma en gobierno. No, no están «llegando los coroneles», se trata solo de la enésima solución tecnócrata a un problema político, aliñada con un poco de patriotismo narcisista que hace que se levanten las plumas de los (que antaño fueron) soberanistas. ¿Se ejecutará el plan de vacunas a paso marcial o se convertirá en una fiesta de los Alpini [evento militar-festivo que cada año reúne a miles de exsoldados de infantería de montaña en un ambiente rezumante de testosterona y alcohol, N. del T.]? Permitidnos un poco de ironía en esta asfixiante circularidad capitalista donde una crisis es seguida por otra y un nuevo gobierno técnico nace tras las crisis, donde los periódicos pasan el tiempo celebrando la infancia del pequeño Draghi que hablaba a los animales de transición ecológica y equilibrio presupuestario mientras se producen tragedias en los hospitales, en los puestos de trabajo y en el en tantas ocasiones mal llamado hogar.
Todo cambia para que nada cambie, e incluso todo cambia con tal de que nada cambie. Así que, ¿cómo salir de esta circularidad mortífera? ¿Recordáis el final del cuento de Stephen King?