de Marco Bascetta
Publicado en italiano en Il Manifesto el 25 de enero de 2021
Traducción inédita
Las siluetas de cartón colocadas en el lugar del público en los platós televisivos crean una imagen bastante fiel del estado en el que se encuentra actualmente la sociedad italiana. Los espectadores que asisten en estos días a la crisis política* parecen hechos de esa misma materia inerte. Un público ficticio que sustituye a una presencia real. No podría ser más chirriante el contraste entre una sociedad paralizada —si no ya del todo resignada y en cualquier caso esperando muda que «algo cambie», quién sabe si a mejor o a peor— y el activismo descompuesto de las fuerzas políticas que giran en una frenética ruleta de la suerte, entre hipótesis, fórmulas y ambiciones. Acabe como acabe la aventura gobernativa, este espectáculo sin público (sin ni siquiera un vulgar tomate que vuele desde el gallinero) acompaña hacia su fase terminal la larga agonía de la representación política.
*Iniciada tras la dimisión de las dos ministras pertenecientes al partido Italia Viva (escisión del centro izquierda liderada por el expresidente del gobierno Matteo Renzi), continuada con una moción de confianza al actual presidente Giuseppe Conte (la cual ganó con mayoría absoluta en el Congreso pero solo con mayoría simple en el Senado) y cuyo último episodio incluye la reciente dimisión del propio Conte, lo cual ha obligado al presidente de la República, Sergio Matarella, a iniciar conversaciones con los diferentes partidos. Las previsiones son que el nuevo Ejecutivo estará encabezado de nuevo por Conte, lo que convierte su dimisión en un simple movimiento táctico en el contexto de un juego de posiciones [N. del T.].
Para ser sinceros, algunos espectadores vivos haberlos haylos, y están muy atentos a los acontecimientos. Están en Bruselas o en las agencias de rating, preparados para suspender lo que sospechan será la enésima representación de la commedia italiana. Brotan de nuevo las tristemente famosas «reformas» (pensiones, Hacienda, administración pública) que se solicitará realizar a quienes se beneficien de los fondos europeos. Porque la pandemia, aun habiendo mitigado en la práctica la rigidez de la doctrina de la austeridad, no ha cancelado en absoluto la estructura liberal de las políticas de la Unión, ni el culto a la competitividad. Ya nadie habla de meterles mano a los tratados. El eclipse de los halcones no durará mucho más.
Así, mientras partidos y parlamentarios bailan sobre una cuerda de equilibrista y persiguen la quimera de la estabilidad, el país se gobierna desde la «cabina de control» que distribuye colores [rojo, naranja, amarillo o blanco, cada dos semanas, en función de varios parámetros sanitarios, N. del T.], permisos y prohibiciones, los cuales, de facto, determinan el deplorable ritmo vital de una sociedad intubada. Sin la obligación de argumentar sus decisiones, de demostrar la racionalidad de cada una de las medidas impuestas, ni de ilustrar claramente sus consecuencias. Durante meses, el umbral de la alerta se había fijado en un determinado nivel de Rt [velocidad de transmisión de la pandemia, N. del T.] y, más tarde, repentinamente, se rebajó ese umbral. ¿Demasiado optimismo antes o demasiado alarmismo ahora? Desde noviembre vivimos como muchos otros países europeos en un inimaginable régimen de toque de queda (no previsto ni siquiera durante la primera oleada de la pandemia), al cual todos parecen haberse acostumbrado inexplicablemente.
¿Ha modificado [el toque de queda] la curva de contagios? Mirando los números, habría que decir que no. Aunque, como suelen argumentar los fanáticos del liberalismo, se puede siempre sostener que los problemas derivan del hecho de no haber aplicado la receta con suficiente rigor. Afirmación ésta que acaba con cualquier debate posible. Y, por otro lado, ¿no es en el fondo un «rebaño» el que ha de ser conducido a la inmunidad? A las ovejas, el pastor no les debe demasiadas explicaciones. Tanto es así que la verborrea mediática de los virólogos y de los epidemiólogos parece haberse dormido. Aparece incluso algún que otro iluminado de la bioética que invoca sin pudor el «paternalismo responsable» como deseable principio de gobierno.
En la práctica, el país se ha puesto ya en manos de un «gobierno técnico» de la pandemia, al cual acompañarán muy pronto otros técnicos, con el objetivo de crear programas y adecuar los gastos a los procedimientos y criterios establecidos por la Unión Europea, y sobre los cuales no se les concederán grandes márgenes de maniobra a los gobiernos estatales. Al «abogado del pueblo» [expresión con la cual se autodefinió el presidente Conte hace unas semanas, N. del T.], como por otro lado les sucede a todos los defensores de los miserables, no le quedará más remedio que encomiarse a la clemencia de la corte. Desde luego no le faltan las cualidades retóricas para hacerlo sin despeinarse demasiado.
Mientras tanto, las piadosas ilusiones solidarias inducidas por el «mal común» se derrumban una tras otra. Respecto a la distribución de las vacunas, la competición es feroz y la industria farmacéutica, obviamente inmune a cualquier tipo de inclinación humanitaria, provee antes, bussiness as usual, a quienes pagan más y con mayor celeridad. Y el gobierno italiano, para darnos un aperitivo de cómo repartirá los recursos (que por otro lado todavía no ha tocado), ha delegado la ejecución de su plan de vacunación masiva a los negreros de las ETTs, que contratan al personal sanitario, precario ayer y precario hoy, en condiciones de miserable servidumbre.
Así, la emergencia, más que generar un cambio de ruta, reproduce la norma de la explotación más extrema. Las reacciones tardan en llegar, entre frustraciones y rabia reprimida. Con la única importante excepción del mundo educativo que, confinado en las casas a través de las clases online [miles de institutos llevan meses sin clases presenciales, N. del T.], se ha redescubierto como elemento decisivo en el «hacer sociedad», más que como esa fábrica de títulos adecuada a la insondable «demanda de las empresas» que durante décadas los reformadores empresariales han pretendido que fuera.