de Wu Ming
Publicado en italiano en Giap el 15/11/2020
Traducción inédita
Vídeos «virales» del tipo o la tipa que le cantan las cuarenta a los «negacionistas»; supertitulares sobre el peligro «negacionista»; diatribas contra los «negacionistas»; sátira sobre «negacionistas», ¡grandes risas! Los «negacionistas» están por todas partes, y son los culpables de que las cosas vayan mal. Y he aquí que aparecen nuestros héroes, los audaces que luchan contra ellos, lanzándoles guantes de desafío: «¡Que vengan a ver las UCIs, los negacionistas!»
Se trata de desafíos dirigidos a nadie, diatribas contra fantasmas, disparos en la niebla. ¿Quiénes son esos supuestos «negacionistas»? Sí, existen corrientes según las cuales la pandemia es ficticia, pero son ultraminoritarias. Normalmente, ni siquiera las personas abiertas a fantasías conspiranoicas sobre Bill Gates, las vacunas y todo lo demás niegan que exista una pandemia y que el virus mate. Y entonces, ¿de quién estamos hablando?
El término «negacionista» tiene ya una larga historia. Fue acuñado en los años 80 para definir a personajes como David Irving, Robert Faurisson o Carlo Mattogno, según los cuales en los campos de concentración nazis no habrían existido cámaras de gas, ni habría tenido lugar un exterminio sistemático de judíos y otros prisioneros. Más tarde, su uso se extendería a otros muchos ámbitos, transformándose en un arma de las culture wars del siglo XXI.
En Italia, la derecha se ha apropiado del término para acusar de «negacionismo» a cualquier persona que desmonte sus narraciones –mentiras históricas centradas en conspiranoias antieslavas– sobre las «foibas» y el «éxodo istriano-dálmata». Así, mientras una narración sobre el colaboracionismo filonazi se convertía en “historia de Estado” (con la institución del Día del Recuerdo), la derecha podía fingir que ocupaba el “centro” del debate sobre la memoria histórica. En pocas palabras, podía denunciar a los “extremos opuestos”: existe quien nega el Holocausto y quien “niega las foibas”, se trata de lo mismo.
Y puesto que –a pesar de la oposición de gran parte de las historiadoras y los historiadores–en Italia se ha introducido una ley “antinegacionistas” (lo hizo el gobierno de Matteo Renzi en junio de 2016), se ha agitado también el espectro de la acción judicial. Precisamente este año el partido Hermanos de Italia ha hecho una propuesta para extender la actual ley a los «negacionistas de las masacres de las foibas».
El efecto de framing conseguido es una Reductio ad Hitlerum [reducción a Hitler, N. del T.]. Sobre cualquier tema y cuestión se activa una comparación implícita –y a veces explícita– con el negacionismo del Holocausto y, a través de una cadena de falsas equivalencias, se acelera el ciclo de la Ley de Godwin: en un pispás, te dicen que eres un nazi, porque si eres «negacionista» –da igual de qué– eres como los nazis.
Desde hace tiempo, el uso del término «negacionismo» indica que se está mandando a paseo la conversación, porque el término alienta a la pereza, prestándose a acusaciones indolentes.
Y lo que es más grave, el término empuja a la patologización de los discursos desagradables y a la psiquiatrización del adversario. Si no estás de acuerdo conmigo, que pienso “lo mismo que todos los demás”, “estás negando la realidad”, y quien niega la realidad es un loco o un demente, y con los locos y los dementes no se puede razonar.
Volvamos a la obsesión actual por los «negacionistas del COVID-19». Si nos fijamos bien, descubrimos que «negacionista» es un epíteto que se puede lanzar contra cualquiera que critique la irracionalidad y/o injusticia de una medida determinada o simplemente si te muestras escéptico sobre su eficacia; contra cualquiera que desmonte un ejemplo de mala información mainstream sobre el virus o reaccione resoplando al enésimo titular instrumental; contra cualquiera que recuerde las responsabilidades del gobierno o de los presidentes de Región; o contra cualquiera que rechace la narración dominante centrada en el «es nuestra culpa, no somos capaces de hacerlo bien, los italianos entienden solo la mano dura». Incluso quien “lleva mal puesta” la mascarilla recibe el epíteto de «negacionista».
Un pseudo-concepto que provoca daños
El uso indiscriminado ha vuelto el epíteto no solo de escasa utilidad para entender qué posiciones se enfrentan en cada ocasión, sino que lo ha vuelto tóxico.
Algunos intentan aún usar el término para que genere un cierto sentido. Pero, en la mejor de las hipótesis, se está usando un arma conceptual sin punta; en la peor, se está lanzando un auténtico búmeran, porque el efecto de framing es fortísimo y el término genera inevitablemente dicotomías, antinomias y pensamiento binario.
Un arma sin punta. Cuando se habla de desastre climático, un ámbito en el que un cierto negacionismo –en sentido estricto y en sentido amplio– ha operado durante largo tiempo, disfrutando incluso de financiamientos por parte de la industria de los combustibles fósiles, la acusación funciona cada vez menos y se está convirtiendo en un cliché, un tic léxico, una manifestación de pereza, igual que en otros ámbitos. Desde hace tiempo, los negacionistas han empezado a recalibrar su discurso, y hoy día poca gente sostiene que no exista un calentamiento global. Los argumentos engañosos que usan tienen más que ver con la entidad del fenómeno, con sus causas y con el cómo hacerle frente.
Efecto búmeran y pensamiento binario. Nosotros también, al final de un post de hace algunas semanas, escribimos que quien acusa a cualquiera de «negacionismo» es, las más de las veces, negacionista, porque niega cualquier evidencia sobre la irracionalidad de las medidas y sobre las responsabilidades políticas en la gestión de la pandemia. Una paradoja que decidimos no desarrollar, porque desarrollándola habríamos relegitimado el uso del término y reforzado un frame peligroso. Giancarlo Ghigi sí ha intentado desarrollarlo en un artículo publicado en Jacobin Italia y titulado «I due contagi» [«Los dos contagios»].
Ghigi divide la opinión pública en dos formaciones o dos «hinchadas»: los negacionistas de la enfermedad y los negacionistas del disciplinamiento. El artículo presenta muchos puntos interesantes, pero establece desde el principio una falsa homología. Por lo menos en la sociedad italiana –pero creemos que vale también para Europa y gran parte de Occidente– los «negacionistas de la enfermedad» son una ínfima minoría, constantemente agigantada por el microscopio de los medios y sacada a colación para menoscabar las discrepancias, mientras el «negacionismo del disciplinamiento» es mayoritario, impregna el discurso oficial y construye la narración de los medios de comunicación filogubernamentales.
Cuando Gighi nos exhorta a «reconocer la enfermedad como una objetividad», ¿de quién habla? ¿Quién realmente no está «reconociendo la enfermedad como objetividad»? ¿Cómo es de útil establecer una homología entre quienes niegan la existencia del virus y quienes se toman a la ligera la gestión autoritaria y capitalista de la emergencia, si la primera actitud es en gran parte efecto de una proyección superampliada, mientras que la segunda es ideología dominante? Al final, el resultado es volver a proponer los “extremos opuestos”, con el autor que se sitúa en el “término medio adecuado”. Como nos ha dicho un compañero con el que hemos comentado el artículo de Ghigi, «intuyo las buenas intenciones, pero es como si se hubiera emborrachado de su propia dicotomía».
Dicho esto, para nosotros está dramáticamente claro en quién pensaba Ghigi denunciado el «negacionismo del disciplinamiento». Éste atañe a una “izquierda”, también y sobre todo “radical” y “de movimiento” que, en nombre de la emergencia –vivida desde el principio desde una posición subalterna– ha renunciado a expresar cualquier tipo de crítica a los dispositivos en acto.
El des-plazamiento de la «izquierda»
Con pocas y loables excepciones, el área política que por inercia seguimos llamando «el movimiento» –una escasa retícula de centros sociales, colectivos universitarios, radios independientes, librerías, cooperativas y segmentos de sindicatos de base– se ha atado ella solita de pies y manos. Lo hizo en el momento en que decidió aceptar la narración culpabilizadora y securitaria impuesta por la «dictadura de los ineptos», y esto sucedió pronto, antes aún del 9 de marzo.
Con el otoño, ese área política ha quedado desplazada –también en sentido literal: excluida de la plaza– por las protestas y revueltas contra los decretos gubernamentales, y ahora intentar hacer ver que ella también está, acabando por emitir comunicados confusos, contradictorios e ineficaces. La idea de fondo es, una vez más, la necesidad de pedir una «renta de confinamiento». Cuanto más duro sea el «confinamiento», más universal debe ser la renta. La situación imaginada se corresponde con un arresto domiciliario de masa con el Estado que nos transfiere un subsidio en la cuenta corriente.
Además de tratarse de una pesadilla huxleyana, y revelar una idea miserable de vida humana, alguien tendría que explicarnos por qué y cómo algo así podría y debería realizarse. ¿Solo porque lo decimos «nosotros»?
Las personas que realmente no reciben una renta, desde el inicio de los tiempos, se organizan para protestar, luchar y obtenerla. La última cosa que hacen es aceptar, y menos aún pedir, que las recluyan.
Hace unos días vimos a los obreros de la FIOM [Federación Empleados Obreros Metalúrgicos, N. del T.] de Génova tomar las calles y llegar incluso a las manos con la policía, para protestar contra los despidos, que en teoría han sido bloqueados, pero que, hecha la ley, hecha la trampa. En muchos lugares de trabajo, los trabajadores y trabajadoras se organizan todos los días para reivindicar el derecho a hacer asambleas sindicales presenciales, en espacios adecuados, porque los patrones –públicos y privados– han empezado a negárselos o a declinar toda responsabilidad en caso de contagio: puedes ir a trabajar, pero no hacer una asamblea sindical. Los riders organizan desde hace tiempo manifestaciones con una cierta frecuencia, realizando flasmobs por la calle, es decir, en su lugar de trabajo.
Los llamados “intermitentes de la cultura” y trabajadores del mundo del espectáculo se han manifestado en distintas ciudades para recordar a todo el mundo su hartazgo. Por no mirar al extranjero, donde hemos visto luchas callejeras importantísimas en estos meses de pandemia, incluso en un país devastado como Estados Unidos, donde el movimiento Black Lives Matter ha asestado un golpe importante a la presidencia de Trump, contribuyendo a su no reelección.
Puedes luchar si ocupas el espacio necesario para ello y si estás en condiciones de hacerlo, no si dejas que te recluyan. Si, en cambio, el rédito universal es una reivindicación puramente ideal, abstracta, entonces sí, está bien pedirlo desde el sillón.
Un “indicador” de lo abstracto que es este discurso es que, en las distintas manifestaciones y comunicados, se ataca retóricamente a Confindustria [la potente patronal industrial italiana, N. del T.] mientras se dan saltos mortales para no criticar al Ejecutivo, los tiempos, modos y contenidos de los decretos ministeriales o la emergencia como método de gobierno. Lo decimos claramente: si atacas a Confindustria y no al gobierno, no estás realmente atacando a Confindustria.
La narración culpabilizadora, la constante descarga de responsabilidades sobre la ciudadanía, la demonización del aire libre cuando el contagio ha sido siempre mucho más probable en espacios cerrados, el cierre de lugares de la vida pública y sectores del mundo laboral donde el contagio era improbable, mientras que se mantienen abiertos otros donde es altamente probable… Todo esto se deriva directamente de la necesidad, por parte del gobierno, de no dañar los intereses de Confindustria. Resulta necesario hacer ver que se está haciendo algo, que se cierra algo, y así se adoptan medidas cosméticas y apotropaicas; diversivos. Esto es así desde el pasado marzo, desde que el gobierno se negó a declarar zona roja a las localidades de Alzano y Nembro [pequeñas ciudades ultraindustrializadas de la provincia de Bérgamo, en Lombardía, que fueron epicentro de la pandemia en los meses de febrero y marzo, N. del T.]. Y así llegamos a sufrir un toque de queda, medida que no tiene ninguna justificación epidemiológica creíble, pero que sirve para hacer “penitencia”, como ha declarado, con admirable candor, la inmunóloga Antonella Viola de la Universidad de Padua:
«El toque de queda no tiene una razón científica detrás, pero sirve para recordarnos que tenemos que renunciar a algunas cosas, que hay que recortar lo superfluo, que nuestra vida tendrá que limitarse a lo esencial: trabajo, escuela y relaciones afectivas cercanas.»
Si el foco de la narración se ha fijado en la necesidad de “hacer penitencia” es porque la responsabilidad ha sido anulada por quien la tenía y posteriormente diseminada hacia abajo.
Cualquier toma de posición que permanezca reticente sobre lo dicho anteriormente, cualquier recurso a Confindustria como simple sparring-compañero retórico, cualquier discurso centrado únicamente en la «renta de cuarentena» o fórmulas análogas, cualquier tinte “revolucionario” de la exhortación a encerrarse en casa resulta para nosotros totalmente inaceptable. Y reaccionario.
«De eso hablaremos después»… ¿Cuándo?
Lo que sigue sorprendiéndonos, en los discurso moralistas de los “compañeros y compañeras por la reclusión doméstica generalizada y por la culpabilización de los listillos”, es lo simple que presentan el asunto, lo muy a la ligera que se toman la idea monstruosa de poner a cero la vida social indeterminadamente, lo mucho que han llegado a encontrar no solo necesaria sino también deseable, e incluso, implícitamente, revolucionaria la imagen de millones de personas blindadas entre cuatro paredes (pero existen las redes sociales, Zoom, venga, ¡tampoco es para tanto!). Asombra el hecho de que no se planteen nunca el problema de cuánto sufrimiento, cuántas enfermedades mentales, cuántas existencias trituradas y arruinadas, cuántos pasajes de vida sustancialmente perdidos, cuánta muerte habita en ese escenario. Porque la muerte no es solo el cese de un par de funciones base del organismo.
Los estudios realizados desde mayo, tras el final del #iorestoacasa (#yomequedoencasa, N. del T.], han revelado un aumento generalizado de los suicidios, la violencia doméstica, los feminicidios, las ventas de psicofármacos, la depresión, la ansiedad, los trastornos de la conducta alimentaria entre niños y adolescentes, la ludopatía, la adicción a Internet y otros muchos trastornos. Por no hablar de los trastornos que causa y causará el haber perdido el trabajo, la actividad y, a veces, la misma dignidad.
¿De verdad hemos llegado a creer que «salud» significa simplemente no coger el virus?
¿De verdad hemos llegado a pensar que «vida» significa tan poco, y que se reduce a no enfermar de COVID-19?
¿Cómo es posible que se haya llegado a decir que ahora hay que pensar solo en el virus y que del resto de la realidad social –quizás– hablaremos «después»? Pero «después», ¿cuándo? ¿De verdad alguien piensa que si estamos calladitos y calladitas ahora, «después» podremos retomar discursos “radicales” como si nada hubiera pasado? ¿Pero dónde, cómo? ¿Con qué cara?
Es así que se convierte en «negacionista» cualquiera que no acepte posponer la crítica a «más adelante», es decir, hasta las calendas griegas.
El uso del epíteto acompaña a otra situación: quien ataca a Confindustria de forma abstracta y retórica, como triquiñuela para no criticar al gobierno que tutela los intereses de Confindustria, acusa de «confindustrialismo» (!) a quien, en cambio, coherentemente, critica a Confindustria y al gobierno a la vez.
Ese vuelco de la realidad lo ha hecho posible la acusación de «pensar en la libertad individual en lugar de en la tutela del prójimo». Según esta falsa premisa, cualquier crítica de la emergencia sería «liberal». A muchos se les ha metido en la cabeza la idea de que la libertad es «individual» y de ahí no lo mueve nadie. En el ámbito de las ciencias cognitivas se llama «efecto anclaje».
La fácil apología de toda restricción –incluso de la más irracional y deshonesta– está poniendo en segundo plano, más aún, en tercer, décimo, centésimo plano la devastación de los lazos sociales, el extravío de masa, la esquizofrenia en las relaciones personales, pero quien llama la atención sobre ello… «está defendiendo al individuo».
En realidad es al contrario, el auténtico individualismo es aquel que acepta la triquiñuela neoliberal por excelencia, que quizás antes de la pandemia fingía negar: identificar un comportamiento individual como solución a un problema que es social y sistémico, y que por tanto hay que enfrentar con la acción colectiva.
En el contexto de la emergencia del COVID-19, aceptar esa premisa lleva a basar el discurso en la “virtud” individual, en la penitencia del individuo, en el sacrificio personal que hay que exhibir para mostrar que se es más altruista que los demás. En esto participa también un cierto catolicismo –el más retrógrado e hipócrita, ése que describe en algunos relatos G. A. Cibotto– que de facto ha eructado a través de la grieta abierta por la emergencia y ahora corre por las redes sociales, sobre todo entre aquellos y aquellas a los que, los «más débiles» –expresión con la que se llenan la boca–, les traen sin cuidado. Basta ver la escasa o nula atención dedicada a niños y adolescentes.
«Malignos amplificadores biológicos»
En un post del pasado 25 de abril, comentando la reapertura de las librerías y la primera visita de un par de niños a la librería juvenil Giannino Stoppani de Bolonia, escribíamos:
«Este momento de libertad está dedicado idealmente a quienes durante meses han presentado a los niños como contagiadores perfectos, potenciales homicidas de sus abuelos; a quien ya antes de la pandemia los definía como “malignos amplificadores biológicos que se infectan con virus para ellos inocuos, los replican, potenciándolos logarítmicamente, y finalmente los transmiten con atroces consecuencias para el organismo de un adulto” (Roberto Burioni, 31/03/2019); a quien ha desencadenado el pánico social en su contra, empujando a padres y madres a encerrarlos dentro de sus casas, en ciertos casos aplazando incluso importantes visitas médicas o terapias esenciales. La peligrosidad de los niños se ha dado por descontado, incluso si los datos sobre el comportamiento del COVID-19 son aún contradictorios. El pasado 21 de abril, Andrea Crisanti, virólogo de la Universidad de Padua que realizó en febrero un estudio del brote de Vo’ Euganeo, informó que en aquella comunidad “los niños de menos de 10 años, si bien convivientes con infectados capaces de infectar, no se infectan. Y si son negativos no infectan a otros”. […] En suma, muchos aspectos de las modalidades de transmisión del virus no están aún claros, y sería realmente paradójico si un mañana emergiera que hemos segregado a los niños más pequeños para nada, con medidas dictadas por el pánico.»
Crisanti ha reafirmado esa idea, aunque matizándola, en una entrevista a Radio Capital realizada hace unos días, diciendo que «loque está claro es que los niños, de 2 a 10 años, enferman muy poco, son muy resistentes a la enfermedad […] Esto no significa que no enfermen, ocasionalmente enferman, pero son mucho, mucho más resistentes». También un reciente artículo publicado en la revista Nature indica que los niños de menos de diez años no parecen ser grandes contagiadores y que, en general, las escuelas primarias no son probablemente “puntos calientes” para el contagio.
Así que le hemos quitado la mitad de un año escolar a una generación para nada, solo por cerrar algo que no tuviese un impacto sobre la economía. Porque desde el punto de vista del capital, los más jóvenes son como los ancianos: improductivos [Giovanni Toti, presidente de la región de Liguria, tuiteó hace unos días diciendo que «las personas de más de 70 años no son indispensables para el esfuerzo productivo del país», N. del T.]. Improductivos y, por tanto, sacrificables.
Para los niños de Campania la situación es exactamente ésa: los colegios e institutos permanecen cerrados, mientras se llama al ejército para que controle las calles, como durante un golpe de Estado, en lugar de construir hospitales de campaña.
En Apulia, tras la reapertura de las escuelas, ordenada por un tribunal el pasado 6 de noviembre, el Consejero de Salud, Pierluigi Lopalco, habló de un «error clamoroso». Repubblica y otros periódicos difundieron enseguida los datos de la Sanidad local, poniendo en evidencia que en la semana de reapertura, del 6 al 11 de noviembre, «en el ámbito escolar del área metropolitana de Bari [capital de la Región, N. del T.], el número de positivos pasó de 132 a 243 casos». Pero la existencia de un efecto tan inmediato está aún por demostrarse. De hecho, los colegios, donde están abiertos, están funcionando como centros de control sanitario, identificando a los positivos a través de test y siguiendo su evolución. Si, una vez reabiertas las escuelas, aumentan los positivos, puede tratarse de contagios producidos justo durante la semana de cierre, cuando los niños y niñas no estaban en las aulas, sino en lugares quizás menos seguros.
Mientras tanto, mantenemos a los adolescentes siguiendo las clases desde casa, tras haber escrito complejos protocolos estatales sobre la gestión de los espacios escolares y haber hecho que las Regiones invirtieran dinero público para adecuarse a las nuevas normativas. Dinero de todos tirado a la basura.
Pero si llamas la atención sobre todo eso, eres «negacionista» y te comes el ataque concéntrico, los titulares, los vídeos virales, los memes, las diatribas en redes sociales, los (ex)amigos que te infaman.
Mientras tanto, a estas alturas ha quedado claro que:
– Italia no tenía un plan actualizado contra pandemias y el Estado ha intentado esconder el informe encargado por la OMS que denuncia el hecho;
– durante el verano, el gobierno ha hecho poco o nada para preparar la contención de la tan anunciada segunda ola (pero el ministro de la Salud, Roberto Speranza, ha encontrado el tiempo para escribir un libro titulado Perché guariremo [Porqué nos curaremos, N. del T.], cuya distribución en librerías ha sido postpuesta sine die);
– en algunas regiones, las unidades de cuidados intensivos aguantan bien, mientras que en otras, los enfermos de COVID-19 mueren en los pasillos;
– los tan ensalzados métodos de “tracking” hipertecnológicos han entrado en crisis en menos de dos semanas, tanto, que ya nadie habla de ellos.
Pero esto es Absurdistán, no tiene sentido esperarse nada distinto, ¿no? Lo único que podemos hacer es autoflagelarnos, e insultar a quien pretende que haya menos ineptitud y no ser tratado como un trapo.
Esto es lo que esconde detrás la «caza al negacionista».
2 respuestas a «Para qué sirve el epíteto «negacionista» y qué realidad contribuye a esconder»
[…] Una categoría existente pero exagerada hasta la náusea por el sistema político-mediático, que ofrecía a los gobiernos una cabeza de turco perfecta para seguir liberándose del peso de su responsabilidad en la reactivación de la crisis sanitaria. […]
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[…] más imperiosa que nunca en 2020— demanda de posicionamiento: ¿Estás con el Estado o con los «negacionistas del virus»? ¿Con las autoridades o con los contagiadores? Los márgenes para quienes rechazan la lógica […]
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