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Crisis del covid-19

La segunda ola del COVID-19, las primeras respuestas de la calle

de Pedro Castrillo

La gestión gubernamental de la segunda ola de COVID-19 ha provocado una serie de respuestas en las calles de toda Italia, con manifestaciones cuya composición es compleja pero que demuestran, en su conjunto, un denso poso de indignación popular.

de Pedro Castrillo
Inédito

Nápoles, 23 de octubre de 2020. Son las once en punto de la noche, momento en el cual inicia el nuevo toque de queda establecido por el autoritario presidente de la región Vincenzo De Luca, el cual se anticipaba así, con casi dos semanas de antelación, al gobierno central (que el pasado 4 de noviembre estableció un toque de queda nocturno a nivel estatal). Pero en la capital campana la noche no fue como preveía la nueva normativa regional. Miles de personas ocuparon las calles de la ciudad, conformando improvisadas manifestaciones de protesta que acabaron en duros enfrentamientos con las fuerzas policiales. El centro de Nápoles se convirtió en escenario de una intensa guerrilla urbana, con diversos momentos en los que los policías se vieron sobrepasados por la rabia popular. El humo de los gases lacrimógenos era atravesado por insultos a las fuerzas policiales y cánticos contra las medidas tomadas por los gobiernos central y regional.

A la mañana siguiente, se inició un intenso debate sobre la composición de las protestas. Los principales medios de comunicación identificaron, con más prisa que datos en la mano, a la camorra y a grupos fascistas como principales protagonistas e instigadores de la revuelta. Como prueba de esa tesis, numerosos medios se hicieron eco de un tuit en el que el presidente de Forza Nuova atacaba la «dictadura sanitaria» y declaraba que su partido «esta[ba] preparad[o] para tomar las calles junto con el pueblo de Nápoles, sin miedo, con el vigor típico de [su] gente». Un triste intento del líder neofascista de sacar rédito político de las protestas, en una ciudad en la que la presencia de su partido es más que residual. Pero no importaba, para los grandes medios y los principales opinadores profesionales el asunto se finiquitaba rápidamente: neofascistas y camorristas habían azuzado a jovencitos vándalos para que destruyeran el mobiliario urbano y se enfrentaran a la policía. Una interpretación que no solo era peligrosamente superficial, sino que emanaba además un cierto tufillo racista contra la gente del sur («los napolitanos son así»).

Mientras tanto, un debate paralelo, menos mediatizado pero de mayor profundidad, intentaba entender quiénes había participado realmente en aquella revuelta y qué los había movido a hacerlo. Se identificó como probables protagonistas a los trabajadores autónomos, una de las categorías sociales que más rápidamente ha visto disminuir su poder adquisitivo en los últimos meses y cuya cultura es hegemónica en Italia, y aún más en Nápoles, donde el trabajo autónomo domina cuantitativamente sobre la gran empresa.

Otro elemento importante destacado durante ese debate es que la metrópoli de Nápoles se caracteriza por presentar un frecuente intercambio entre el subproletariado (personas que viven en los márgenes de la sociedad, de trapicheos y pequeños circuitos criminales) y la pequeña burguesía (personas que poseen medios de producción autónomos, desde el pequeño comerciante que trabaja solo hasta el dueño de un restaurante que se lleva 15.000 euros por noche y paga siempre en negro). Ese tipo de dinámica socioeconómica genera un mantenimiento de una identidad de bajos fondos y una cierta predisposición al conflicto.

Teniendo en cuenta estos dos elementos, se entiende mejor la complejidad y motivaciones de la protesta napolitana. Desde una perspectiva de clase, en la noche del 23 de octubre había de casi todo en las calles de Nápoles: desde conocidos empresarios explotadores que intentaban tomar el liderazgo de las protestas hasta trabajadores en negro que expresaban la ansiedad creciente que muchas personas viven en los barrios del extrarradio. Según un activista del centro social Je’ so pazzo que participó en la protesta, ésta se podría resumir «como una reacción visceral, contradictoria, ambigua y estratificada. Exactamente igual que la sociedad en la que vivimos». Una sociedad cuyas clases bajas y medias han visto como sus ahorros se han agotado rápidamente en los últimos meses, cómo ha aumentado la pobreza entre los más pobres. En este contexto, la exasperación psicológica de muchas personas es más que comprensible. Una exasperación que aumentó durante los meses de verano, cuando los números de la epidemia descendieron significativamente, lo cual, unido a una inexistente pedagogía por parte de las autoridades, ha hecho que retome fuerza la creencia de que la COVID-19 es poco más que una simple gripe. Además, durante los meses de marzo y abril, el gobierno italiano ofreció una serie de ayudas económicas, y el presidente campano De Luca distribuyó generosamente fondos regionales (hasta antes de su reelección el pasado 21 de septiembre), lo cual tuvo un evidente efecto pacificador entre la población, a pesar de no tocar las desigualdades económicas de fondo. Por el contrario, en esta segunda ola, el gobierno ha reconocido que las ayudas serán menores.

Los disturbios de Nápoles marcaron el inicio de una ola de protestas que lleva recorriendo todo el territorio italiano en las últimas semanas y que ha sido alimentada por los tres decretos firmados por el gobierno de Giuseppe Conte en los últimos diez días, los cuales han incluido medidas progresivamente más restrictivas para contrarrestar la segunda ola de la COVID-19, que está llenando de nuevo las UCIs del país. Esas manifestaciones están conformando una serie de respuestas a la gestión gubernamental de la pandemia que no se produjeron durante la primera ola, probablemente debido, entre otras cosas, al efecto shock del primer confinamiento. Siguiendo la estela de Nápoles, las primeras manifestaciones de esta ola de protestas han sido principalmente de carácter «antidecreto», es decir, con un contenido político más bien pobre, sobre todo en clave antigubernamental, y lideradas, con mayor o menor éxito, por pequeños y grandes propietarios de la restauración (principal sector afectado por las últimas restricciones), así como por sus asociaciones patronales. También los principales grupos neofascistas (Forza Nuova y Casapound) han intentado y siguen intentando canalizar la rabia general hacia sus instancias reaccionarias, acudiendo en bloque a las manifestaciones e intentando coparlas, y llegando a convocar sus propias concentraciones en varias ciudades. No obstante, independientemente de quién ha convocado y quién ha intentado capitalizar la protesta, en la mayoría de manifestaciones, la composición es bastante transversal, revelándose así el poso de indignación que atraviesa al grueso de la población. Por supuesto, los partidos de la oposición parlamentaria no han dejado en ningún momento de atacar al gobierno, invocando una genérica y populista «libertad» sin proponer una auténtica alternativa de gestión de la epidemia, aunque por el momento están manteniendo un perfil bajo respecto a su presencia en las calles.

Solo en la última semana han empezado a surgir protestas que critican la acción del gobierno desde puntos de vista colectivos y solidarios. Distintos grupos de la izquierda extraparlamentaria (y tímidamente algunos sindicatos) se han despertado lentamente y han iniciado movilizaciones reclamando una renta universal, el refuerzo de la sanidad pública, la suspensión de los alquileres, la creación de ayudas para compensar a las personas más afectadas por los cierres de bares, restaurantes, gimnasios, cines y teatros, y la conciliación entre seguridad sanitaria y derecho al estudio en colegios e institutos.

Esta multiplicación de las protestas y su simultaneidad han provocado que en varias ciudades la capacidad de contención de la policía se viera sobrepasada, habituada a movilizar efectivos entre regiones, generándose enfrentamientos de larga duración con frecuentes detenciones y personas heridas.

Las reivindicaciones de estas segundas manifestaciones más radicales se realizan desde posiciones tanto puramente estatalistas, como más autónomas o libertarias (con todas las contradicciones posibles e imaginables que ello conlleva), pero la mayoría coincide en la pretensión de evitar una deriva de la protesta de carácter fascistoide y reaccionario. Diversos grupos consideran además que resulta necesario, en el contexto de la crisis actual, encontrar vías para que esas reivindicaciones penetren en los intersticios de la rabia popular.

Otro elemento común de estas segundas manifestaciones es la crítica a la «militarización de la cotidianidad», en un momento de creciente aversión por las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, a las cuales el gobierno de Giuseppe Conte ha otorgado un mayor protagonismo en estos meses. Respecto a este último punto, las prioridades del Estado son claras: solo en 2020 se ha previsto un gasto militar de 26.000 millones de euros (incrementándose así la cifra del año pasado), mientras que la sanidad pública ha sufrido recortes por valor de 37.000 millones en los últimos diez años. Recortes que, huelga decirlo, el actual gobierno no ha intentado compensar mínimamente, ni siquiera tras la masacre que se produjo en marzo de este año, en gran parte debida a los déficits del sistema sanitario. El gobierno italiano, como tantos otros en el mundo, ha descartado estrategias centradas en la inversión sanitaria, prefiriendo políticas low-cost, es decir, limitaciones a la vida social y económica de la mayor parte de la población, con pocas compensaciones económicas y alterando lo justo el sistema productivo.

Pero el escenario actual es muy distinto del que se vivió en los meses de marzo y abril en Italia, cuando la policía controlaba con puño de hierro las calles y los grandes poderes económicos del país imponían sus intereses particulares a todo coste, sin que hubiera más respuesta popular que el inocuo fuego de las redes sociales. Desde los primeros confinamientos, se ha salido poco a poco del estado de shock generalizado, por lo que las protestas vividas en estas últimas semanas podrían ser solo el inicio de un conflicto abierto de largo alcance. Un conflicto con diversos antagonismos internos y cuya resolución resulta difícil de prever.


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