de Pedro Castrillo
Inédito
Ferrara, 25 de septiembre de 2005, Federico Aldrovandi, estudiante de 18 años, muere por «asfixia de posición», con el tórax aplastado contra el asfalto por las rodillas de varios policías. «Lo hemos hostiado a base de bien», dicen los agentes a la central, tras haber destrozado dos porras reglamentarias contra el cuerpo del joven. Cinco horas más tarde, se informa a los padres Lino y Patrizia que su hijo «ha fallecido por sobredosis».
«Sobredosis» es lo primero que oyen los padres de Federico respecto a la muerte de su hijo. Más tarde, durante el reconocimiento del cuerpo, que entre otras cosas presenta hasta cincuenta y cuatro heridas y el escroto destruido, el tío paterno, Franco, enfermero de profesión, intuye que la causa de la muerte del adolescente no ha sido la droga, sino una brutal paliza.
Un año después del inicio del farragoso juicio, aparece un vídeo de la policía científica que muestra una escena escalofriante. «Dile a la madre que éste está mal», dice un policía mientras Federico yace ya sin vida sobre el asfalto. «Aquí nos haría falta gasolina», añade otro agente. «Se ha matado él solo, tenéis que decir que estaba aquí él solo». Mientras tanto, suena el móvil de Aldrovandi. «Es el padre». Pero los policías no responden. El móvil sigue sonando. Esta vez «es la madre». Siguen sin responder. «Hey, los demás no tienen que saber nada». Y risas, con el joven cadáver a sus pies.
Fueron necesarios tres años de juicios, y una valiente batalla por la verdad y la justicia por parte de la familia, para que la muerte del joven fuese reconocida como homicidio y para que los cuatro agentes que lo asesinaron recibiesen una condena definitiva, el 21 de junio de 2012. Condenados a 3 años y 6 meses por «exceso involuntario en homicidio involuntario». Conversión a 6 meses por indulto. Y ningún despido.
En el proceso paralelo “Aldrovandi bis”, se condenó a un quinto agente de policía a 8 meses de cárcel por falsificación de pruebas. Y un sexto agente recibió una condena a 10 meses de reclusión por omisión de actos de funciones, pero fue finalmente anulada por prescripción del delito.
Si la benevolencia del sistema judicial con los asesinos de Aldrovandi no hubiera sido suficiente, en 2012, uno de los condenados consideró necesario insultar públicamente a la madre de su víctima, Patrizia Moretti, escribiendo en su cuenta de Facebook: «Falsa e hipócrita. Espero que el dinero que ha obtenido injustamente del Estado no pueda gastárselo como querría hacer». Por desgracia, la arrogancia policial no acabó ahí. En 2013, el sindicato de policía COISP tuvo a bien organizar una concentración bajo las ventanas de la oficina de la señora Moretti. Y un año más tarde, en el congreso del Sindicato Autónomo de Policía, se dedicó un larguísimo aplauso a los agentes condenados.
También desde la clase política se lanzaron ataques a la familia Aldrovandi. Carlo Giovanardi, senador, diputado y ministro, primero democristiano y más tarde berlusconiano, consideró importante declarar que: «Aldrovandi murió de un infarto. Y los policías se comportaron de manual». En este capítulo no podía faltar Matteo Salvini, exvicepresidente del gobierno y exministro del Interior, además de grande estrella mediática, que tuvo a bien compartir su opinión sobre el caso con sus seis millones de seguidores en Facebook, justo después de que se confirmara la condena a los cuatro agentes: «YO ESTOY CON LOS POLICÍAS». Más tarde, y a colación del debate sobre la nueva ley para instituir el delito de torturas, el líder de la Lega declaró: «Los carabinieri y los policías deben poder hacer su trabajo. Si tengo que coger por el cuello a un delincuente, lo cojo. Si se cae y se hace una herida en la rodilla, es su puto problema. Tonterías como esta ley exponen a las fuerzas de seguridad del Estado al chantaje de los delincuentes». A pesar de las rabietas de Salvini, la propuesta de ley sería finalmente aprobada en 2017.
La muerte de Federico Aldrovandi, la amable respuesta de la Justicia con sus asesinos, la arrogante actitud de éstos y de muchos de sus compañeros, así como de ciertos representantes políticos, dice mucho de la sociedad y del Estado en que vivimos. Su historia demuestra por enésima vez —no olvidamos a Carlo Giuliani, Stefano Cucchi y a tantas otras víctimas de la policía italiana— que no todos los ciudadanos son iguales ante la ley y que el Poder tiende a proteger a los suyos. Lecciones a no olvidar.