de Gigi Roggero
Publicado en italiano en Commonware el 19/07/2020
Traducción inédita
«Hey, tenías razón, me lo estoy pasando de la hostia». Resulta difícil ver a Cenzino, entre el humo, el escozor de ojos, el sol que marea y el sudor que se cuela por las fisuras de un pasamontañas improvisado. Aun así, le oigo, y tiene razón. Cuando me convencí para venir y ver qué iba a pasar, no pensaba para nada que habría participado en algo así.
A ver, es verdad que los periódicos hablaban desde hacía tiempo del tema, que había habido ya movidas parecidas en otras partes del mundo y que se notaba en el ambiente que era algo que valía la pena. Además, las policías de toda Europa estaban alarmadas, y ésos no se alarman por nada. Pero una cosa así, no me la esperaba.
«Venga, Gianca, dale con el puto scooter y llena otra». Como si estuviese en la barra del bar, Cristian me pasa la enésima botella, saco la gasolina del depósito y la echo como puedo, bastante se sale, pero no hay tiempo que perder, noto las manos de Carlo que la cogen, meten un paño dentro y la tiran.
Una ráfaga de viento, el humo de los gases lacrimógenos cambia de dirección y les vuelve a los que los han lanzado. Aquellos días, por un momento, también el miedo parecía haber cambiado de dirección. Lo sentían los que desde siempre pensaban que podían usarlo contra nosotros. Ésa era mi sensación, ésa era nuestra sensación.
Son las tres y media de un sábado por la tarde. De un día que no olvidaré, de días que no olvidaré. De días en los que, por una vez, nos parecía ser nosotros los que mandábamos.
«Con el puto lío de que se va Conte, este año estamos jodidos». Salva lanza melodramáticamente el Tuttosport de rigor sobre la barra y agarra su vaso de vino. Todavía no es la hora de comer, pero se ha bebido ya por lo menos tres. Carlo lo tranquiliza: «Bueno, pero el equipo lo hacemos fuerte también este año. Llega el moru, Evra, que tiene un huevo de experiencia. También el Morata ese dicen que es bueno. Y con un Tevez que mete goles como si nada, el scudetto no nos lo quita nadie».
La discusión sube de volumen, alguien grita que dentro de poco llegará Allegri, ése que con el Milan ha hecho unas cuantas declaraciones de mierda contra nosotros. Se entromete uno del Toro, vacilándonos. Lo ponemos rápidamente en su lugar.
Es casi mediodía, pero el bar está lleno como siempre. Y con los mismos de siempre. Antes, cuando era pequeño, a parte de algunos estudiantes, el bar empezaba a llenarse de gente joven a media tarde, cuando salían del trabajo. A la hora de comer los que venían era para tomarse un bocadillo o porque habían acabado el turno de noche en la fábrica. El resto del día, venían solo los viejos a jugar a las cartas envueltos en la nube de humo de sus apestosos Nazionali. Ahora, en cambio, amigos y conocidos pasan el tiempo aquí más o menos todo el día, hacen algún currillo de vez en cuando pero casi nunca con horarios fijos, y aún menos con sueldos fijos. Luego hay alguno que va a la fábrica desde que éramos adolescentes, han pasado ya veinte años o más, y si la empresa no ha cerrado sigue ahí haciendo turnos y más turnos, embruteciéndose. Y ésos son supuestamente los del trabajo garantizado. La buena vida, ¿eh?
Mi padre abrió el Centrale en 1981, yo tenía cuatro años y vivíamos desde hacía catorce en Orbassano, a poca distancia de Turín, o mejor dicho de Mirafiori. Nacido en el 46, se mudó aquí con mi madre para trabajar en la FIAT. Le habían contado una historia distinta sobre Turín. La realidad era mucho más dura de cómo se la había imaginado, pero tampoco se arrepentía de haber venido. La fábrica es una mierda, claro, pero todos los años invitaba a sus parientes de Basilicata y los llevaba al Salón del Automóvil, donde les decía con orgullo: «Ése lo he hecho yo». Como mucha de la gente que migra desde el Sur, estaba convencido de que la fábrica no era su destino, y efectivamente no lo fue. Abrir el bar, con un puñado de liras ahorradas y muchos más pagarés, fue su forma de escapar de la cadena de montaje. De vez en cuando, a menudo para ser sinceros, se preguntaba si de verdad le había valido la pena, para encadenarse a las deudas y a las dieciséis horas de trabajo diarias. Cuando murió, hace tres años, su rostro triste me parecía bastante claro respecto a la respuesta.
Yo también me lo pregunto, pero no es que pueda tomar grandes decisiones. He nacido y crecido aquí, después de acabar el módulo y teniendo pocas ganas de estudiar, este bar ha sido un poco mi fábrica. Que luego, los que han estudiado, no es que vivan de lujo, todo lo contrario. Y claro, yo abro y cierro el bar y no tengo que rendir cuentas a ningún jefecillo de mierda. Pero de vez en cuando me parece que el jefecillo que me da órdenes lo llevo dentro. Y no es una buena sensación. Para nada.
«Entonces Gianca, ¿vienes o no vienes a Génova?». Desde hace semanas, Pino y María me están encima, me aseguran que será algo grande y que sería una gran cagada perdérselo. Ellos se han cogido ya días de vacaciones para no faltar. Bueno, vacaciones por decirlo de alguna manera. Pino trabaja en negro para un carpintero, un pequeño artesano que monta cocinas y hace mudanzas. Ha gruñido un poco, pero al final no podía obligarle a no ir. De vez en cuando la ausencia de contrato resulta cómoda a quien no lo tiene. María ha estudiado Derecho, acaba de licenciarse y tiene que empezar las prácticas en un despacho. Pero le pagarán poco o nada, así que si las empieza después del verano no cambia mucho. Así que el 19 y el 20 de julio puede irse de excursión a Liguria, y quizás en agosto hará un viaje a algún otro lado. Y luego ya se verá.
Pino y María están bastante informados e implicados, han participado en algunas reuniones de preparación de las movilizaciones contra el G8. No, no las de los partidos y esas cosas, imagínate qué coñazo. Han ido a algunos centros sociales, porque tenemos amigos de aquí de Orbassano que los frecuentan, y también vienen al bar de vez en cuando. Solo que ahora también los centros sociales se han convertido en bares, no tienen ni siquiera ese algo un poco distinto que tenían hace años. Por otro lado, nuestro grupo de amigos no tiene tendencias políticas definidas. La política la hemos visto siempre un poco como algo de los políticos, y de vez en cuando nos parece que también los que están dentro de grupos políticos en los centros sociales se comportan como políticos y empiezan a vivir lejos de nuestra realidad, que es la que vivimos aquí en el bar o intentando salir adelante día tras día. Por eso vamos de vez en cuando a los centros sociales, tenemos amigos que están ahí dentro, pero no participamos nunca activamente.
Por otro lado, muchos de nuestro grupo van al estadio, incluidos Cristian, Cenzino, Carlo, Salva, yo mismo, y a menudo Pino, María y otros. Ésos que ahora hablan de ir a Génova a ver qué coño pasa. Nosotros vamos con los ultras de la Juve, pero algunos van con los del Toro. Recuerdo que un par de ellos, Riki y Tommi, hace unos años fueron a Milán. Había una manifestación de un grupo de fascistas, que más tarde prohibieron, confinándolos en una discoteca de extrarradio protegidos por la policía. Al otro lado estaba la gente de los centros sociales, que para intentar llegar a los fascistas la montaron muy gorda con la policía, saquearon una lechera y les dieron de lo lindo a unos cuantos skins. Al día siguiente, en el estadio, Riki y Tommi se encuentran con uno de los centros sociales llamado Giap, un ultra del Toro muy conocido, y le dicen: «Joder, Giap, ¿por qué no nos has dicho que la ibais a montar tan gorda, ¿eh? ¡Habríamos ido con vosotros, en lugar de estar ahí, en ese puto coñazo de discoteca!». Vamos, que se habían ido con los fascistas, ¡pero podían haberse ido también con los del otro lado!
A ver, no es que sean todos así, claro, ni estoy disminuyendo la importancia de tener ideas claras por las que se está dispuesto a luchar. Pero digamos que a nosotros lo que nos ha guiado siempre es el instinto. El instinto de montarla, decía mi padre. No es que no tuviese razón, pero creo que hay algo más. El instinto de estar en un lado o, quizás aún más, de estar contra uno de los lados. Ahora hacen el G8, y la contramovilización será fuerte. Nosotros no es que tengamos una idea muy clara de qué es el G8 ese, pero sí tenemos claro de que quien manda nos está jodiendo. Y el instinto nos lleva hacia esa orilla del mar.
Unos días después, vimos en la tele que habían parado a un coche con un grupo de chavales que volvían de Génova y a los que les habían encontrado varios bates o algo parecido, quizás era un poco un montaje. Me dije que estaba bien que empezaran a llevar allí cosas, porque significaba que igual había intención de hacer algo serio. En cualquier caso, a los chavales les pusieron una orden de alejamiento de la ciudad durante los días del G8, bajo amenaza de arresto inmediato. Aunque igual luego, si eres un poco listo, puedes ir igualmente, medio escondido, sin que te pillen. Les quitaron también una pancarta con una frase que se me quedó grabada, porque es exactamente lo que siento, lo que pienso, lo que vivo: «Si vivimos, lo hacemos para caminar sobre las cabezas de los reyes». Ahí está, joder: vamos para allá, dije la mañana siguiente, vamos nosotros también a caminar sobre las cabezas de esos putos reyes.
«¿Y por qué querría entrevistarme?». Hace unos días me llamó un periodista de un periódico de izquierdas. Me explica que ha encontrado mi nombre en la lista de la «masacre chilena de Bolzaneto», en los «días terribles de Génova». Bueno, sí, en Bolzaneto estuve. Pero a mí aquellos días no me parecieron tan terribles, al contrario. Aún por el teléfono puedo ver su sonrisa de benévola compresión, como frente a quien no consigue entender lo que ha vivido. Me explica que, como cada año, también en este 2014 su periódico quiere dedicar un especial al tema para «recordar». Pero yo nunca he leído su periódico, le digo. No importa, su testimonio es muy valioso. Un testimonio de Génova, me echo a reír. El otro se cree que me hecho entender la importancia de su idea, pero yo le estaba más bien tomando el pelo. Está contento, me comunica que vendrá al bar el 15 de julio. Justo cuando Conte ha abandonado la Juve dejándonos en la mierda y Salva está ahogando su decepción en el vino.
«Agua, agua». La voz de Cenzino detrás de mí nos avisa que llegan los polis, usando la jerga típica del extrarradio turinés. «Agua, agua, nos ha visto la madera». En realidad, hoy no ha habido ninguna manifestación, ha sido un día de batalla campal y caótica, en grupos pequeños, calles y callejuelas, carrugi creo que los llaman por aquí. Yo en Génova capital nunca había estado, en Liguria sí, de Turín se viene sobre todo al mar a esta zona, vienen los jóvenes y los viejos con los niños, a Sestri Levante, a Chiavari, a Alassio, a Diano Marina, a San Remo, a Finale. Esta mañana nos esperábamos algo distinto, toda la gente muy cabreada y dispuesta a vengarse por el chaval al que los polis mataron ayer. Algunos amigos nuestros y unos cuantos conocidos llegaron ayer por la noche después de saber lo ocurrido, y he oído a muchos por ahí que han hecho lo mismo, y que ahora están aquí gritando y lanzando a los polis todo lo que encuentran. No han venido para celebrar un funeral, sino para hacérsela pagar.
Bueno, hay que decir que ya ayer por la noche nos dimos cuenta de que las cosas no eran exactamente así. Después de todo lo sucedido, de un día increíble de enfrentamientos en los que los polis habían recibido lo suyo, piedras, botellas, furgones blindados que escapan, nos dimos una vuelta por los campings, el de los llamados “antagonistas” y el de la gente que en los últimos años han hecho manifestaciones vestidos con monos de pintor. A parte de unas pocas intervenciones, quizás solo un par, todos los demás lloriquean, dicen que tienen miedo, hablan de la violencia de la policía. ¿Y qué coño os esperabais, que os acogieran con una alfombra roja y os abrieran las verjas de la zona prohibida?
Vamos, que todos o casi todos se estaban echando para atrás, diciendo que hay gente vestida de negro que son infiltrados de la policía porque la montan demasiado, como si no se diesen cuenta que aquí, a parte de ellos, casi toda la gente ha venido para montarla. Y que es difícil que un policía disfrazado incite a alguno de los manifestantes a montarla más de lo que ya está haciendo por sí solo. Llegados a ese punto, nos miramos a los ojos entre nosotros, preguntándonos si esta gente quería todavía hacer la manifestación del sábado. Seguro que si hubieran podido, se habrían echado atrás.
Y efectivamente el espectáculo del sábado por la mañana es penoso. Todos haciendo cordones de seguridad no contra los polis, ¡sino contra los manifestantes! Se palpa la paranoia por los que van vestidos de negro y están a sueldo de la policía. Para entendernos, si a nosotros la policía nos hubiese pagado por tirarles piedras, estaríamos contentísimos, y además así dejarían de tocarnos las narices con el rollo de la violencia gratuita. Todos los grupos organizados cagándose en los pantalones, aparte de algún que otro que decide estar al lío e intentar hacer lo que hay que hacer. Nosotros nos organizamos por nuestro lado, un grupillo en medio a otros mil grupillos.
«Joder, Gianca, menos mal que me he traído la honda y las bolas de hierro, así les hago un agujero en el casco a esos mierdas». Karim tiene 16 años, sus padres llegaron desde Casablanca antes de que él naciera. Su padre es alicatador y su madre limpia casas. Él trabaja como peón, cobrando por días, y es un tío muy impulsivo, a diferencia de sus dos hermanos mayores, que trabajan duro y piensan solo en sus familias. Si no fuese porque se le ve que es un poco moro (desde pequeño lo llaman «Marruecos», al principio un poco para ofenderlo, pero luego se convirtió en un apodo amistoso), parecería de aquí. Y, como otros chavales de la zona, también Karim habla esa extraña lengua turinesa. No el turinés de los turineses, esos que hace generaciones plantaron su árbol genealógico, haciendo crecer sus sólidas raíces en la patria de los Saboya. Me refiero a esa extraña mezcla, incomprensible para quien viene de fuera, en la que se pierde el dialecto del país de origen sin llegar a adquirir el dialecto del país de acogida. Es una lengua, la de los turineses de segunda y tercera generación, que permite la comunicación inmediata entre Mirafiori y Falchera, entre Nichelino y Barriera de Milán, entre Turín Sur y Turín Norte, mucho más que con las madames que aún hoy te encuentras en los bares aristocráticos del centro de la ciudad.
«¡Bingo!», grita satisfecha Mary con otra honda en la mano, mientras Genny le pasa las municiones. Qué pareja, Mary y Genny. En el pueblo desde que son adolescentes las han considerado siempre unas facilonas, porque de forma bastante descarada se jactaban de follar a diestro y siniestro. Pero han sido siempre de las pocas chicas que estaban fijas en los grupos de chicos, sin ser las novias de éste o del otro, y no solo porque igual se estaban tirando a alguno; bueno, al principio igual sí era un poco por eso, y luego las consideraban un poco marimachos, pero con el tiempo ni siquiera hacíamos caso a si tenían coño o polla. A ver, es un decir, no me malinterpretéis, alguna coña la hacemos siempre, y ellas a nosotros. Más que facilonas, les decimos que son unas auténticas hijas de puta. Pero bueno, lo somos nosotros también. Ahora dicen que han dado por lo menos a unos treinta entre antidisturbios y carabinieri, quién sabe si es verdad, yo creo que exageran, pero las dos tienen sin duda buena puntería. Genny lleva puesta una máscara antigás, las vio en internet, en fotos de otras manifestaciones y se agenció una en un centro comercial de Grugliasco. Tiene incluso una capa de fibra de carbono para que no pase ni una gota de gas lacrimógeno, por eso, en teoría, cuesta un montón. Pero Genny no la ha comprado, es una especialista en quitar dispositivos antirrobo, choricear la mercancía y salir con indiferencia de la tienda, sin que nadie lo note. No sé cuántas veces en estos dos días hemos tenido que reconocerle que la idea era cojonuda, después de haberla vacilado diciéndole que era una flipada.
Y justo mientras Mary y Karim cargan la enésima munición, llega la pasma, y a pesar de la advertencia de Cenzino, no consigo escapar, en pocos segundos tengo a cuatro encima. Me da tiempo solo a ver que enganchan también a Mary, luego ya no veo nada. Unos cuantos porrazos y patadas, me esposan, y luego me dan unos cuantos porrazos más antes de tirarme dentro del coche patrulla. En ese momento me doy cuenta de que Génova para mí se ha acabado. Pase lo que pase de ahora en adelante, me digo a mí mismo, ha valido la pena, de verdad.
«Hey, Gianca, está aquí el tío ese, el periodista». La voz de Claudia me llega mientras estoy en la diminuta cocina del bar preparando la apericena. He odiado siempre esa palabra, me hace pensar en Milán, como todas las cosas de pijos. Pero desde hace unos años, nos toca también a nosotros escribir que el Bar Centrale pone apericena, así ganamos algo más con los gilipollas que siguen la moda. Y por desgracia, los gilipollas en el mundo son mayoría, así que si quieres vender tu mercancía, tienes que tenerlos contentos.
Mientras llego a la barra, oigo las carcajadas de Salva, Cristian y Carlo, que por un minuto se olvidan de las preocupaciones futbolísticas y me vacilan. «Gianca, entonces es verdad que te has hecho famoso. ¿Te veremos dentro de poco en el Parlamento? Mira que si acabas ahí, las piedras luego te las tiramos también a ti». Y se ríen a carcajada limpia, los muy idiotas. El periodista tendrá más o menos mi edad, lleva puesto un jersey casual y una sonrisa de no haber roto un plato en su vida. Antes de dejarnos ir a la mesa, Claudia quiere decir algo: «Que mi hermano le cuente que a Génova fue gracias a mí, que me tuve que quedar yo en el bar en su lugar. Y no pude ir».
El periodista intenta decir algo simpático, pero no le sale bien. «Visto lo que ocurrió aquellos terribles días, mejor así». Claudia lucha por refrenar el inmediato cabreo que se le lee en la cara. «Entonces significa que la próxima vez le llamaré a usted para venir aquí a dar de beber a estos borrachuzos y me iré yo a ver lo “terrible” de esos días». Luego le da la espalda y se vuelve detrás de la barra, mientras Cristian y Carlo se siguen descojonando.
Nos sentamos, chorreo sudor y me seco un poco la cara con una servilleta que acabo de coger. El tipo no parece acusar el calorazo, saca una libreta y se la coloca sobre la mesa. Le pregunto si quiere beber algo, se lo piensa un momento y se limita a pedir un sobrio refresco de naranja, más por ser amable que por sed. La bebida se la cojo yo, para evitar pedírsela a mi cabreada hermana. Luego le pido que me explique exactamente qué quiere de mí.
«Querría que me contará… o que me contarás, si podemos tutearnos». Le hago un gesto afirmativo con la cabeza, un poco irritado, estas formalidades no me gustan mucho, pero ya que estamos en el baile, bailemos. «A ver, querría que me contarás sobre aquellos días de hace trece años, cómo los viviste, qué te quedó, qué traumas llevas contigo. Eres uno de los que se llevaron a Bolzaneto, el lugar de las torturas, el lugar de las violaciones de los derechos humanos, el lugar en el que se suspendió la democracia». No contesto enseguida, el periodista se cree que estoy reflexionando, quizás que estoy reviviendo con dolor aquellos momentos; yo en cambio estoy simplemente maldiciendo el momento en el que he aceptado perder el tiempo con estas gilipolleces.
«Escuche, quiero decir, escucha…», intento no ser maleducado, busco las palabras apropiadas para salir cuanto antes del lío. «No estoy seguro de ser la persona adecuada con la que hablar. Mis amigos y yo no fuimos a Génova por los derechos humanos o por la democracia, fuimos porque nos parecía que podíamos joderles a los que nos mandan. Yo no he ido a votar en mi vida, algún amigo mío sí, aunque creo que ha votado un poco por votar, igual se había creído que obtendría algo de un partido o de otro, pero seguro que luego cambió de opinión rápidamente. O igual alguno dejó el voto en blanco, o hizo eso de poner una loncha de chorizo en el sobre y escribir “comeos ésta también”, pero luego a saber si es verdad que uno malgasta así una loncha de chorizo. Con todo esto quiero decir que no es exactamente la presencia o ausencia de democracia lo que me quita el sueño, en ambos casos yo mañana madrugo y tengo que tener abierto este sitio». El periodista se ruboriza un poco, por el apuro. Apuro por mí y por mi ignorancia, supongo. Evidentemente se cree que tiene delante uno de tantos casos desesperados privados de la auténtica conciencia política, ésa que ellos poseen y que con encomiable esfuerzo intentan trasladar a las víctimas de la sociedad. Se aclara la voz y retoma el discurso con un tono sosegado, un poco de cura: «No pretendo iniciar una discusión ideológica, pero es innegable que los días de julio de 2001 representan una herida abierta en este país. Un joven fue asesinado, se produjo una represión inaudita contra ciudadanos indefensos, la masacre de la escuela Díaz, las torturas de Bolzaneto. Mantener viva la memoria de lo que sucedió puede servir para que días como aquellos no vuelvan a repetirse».
Ahí está, «que días como aquellos no vuelvan a repetirse». Lo que para mí es problemático, para él es esperanzador. Esas palabras dan cuerpo al instinto que me ha guiado desde el primer momento en que he oído la voz del periodista: estamos en dos lados distintos, que no se encontrarán nunca. No veo la hora de acabar con esto y volver a preparar la jodida apericena, que por lo menos con eso me gano dos duros.
«¿Qué os parece si vamos al famoso estadio Carlini a dormir?». Son las diez de la noche del jueves, estamos a punto de llegar a Génova. Antes nos hemos parado en un restaurante cerca del mar, a comer un plato de spaghetti allo scoglio. Saliendo, hemos visto a unos cuantos polis y Cenzino les ha vacilado: «Mañana nos jugamos el partido, ¿eh?». Nos han mirado mal, pero para cuando han llegado donde estábamos ya nos habíamos ido. En la furgoneta de Cristian hace un calor brutal, pero lo de ir a dormir al estadio no me convence demasiado: «Salva y Karim han estado allí esta mañana, dicen que es un coñazo que te cagas. Asambleas aburridísimas, está lleno de periodistas que zumban como abejas en torno a la miel, y luego lo que llaman “trainings”, una especie de teatrillos en los que simulan la colisión con la policía. Todo eso para uso y disfrute de las cámaras. Salva dice que parece un Hollywood de serie B». Cristian se echa a reír, y añade que a Karim le han visto oscurillo y han pensado que estaba allí para la manifestación de hoy a favor de los inmigrantes; él les ha contestado que ni siquiera sabía que hubiese una manifestación, y que además él ha nacido en Italia y que en cualquier caso no necesita que nadie se manifieste a su favor porque se basta él solito para defenderse. Cuando añade, como guinda, que ha ido ahí para montarla mañana, se le han echado encima cuatro o cinco, y claro, ha faltado poco para que Karim le diese una hostia a alguno, Salva se lo ha tenido que llevar de allí a rastras. Y nosotros partiéndonos la caja. «Pero ya es tarde, en algún sitio tendremos que dormir». Cenzino tiene razón. «Si luego no nos mola, mañana vamos a otro sitio, o nos pillamos una pensión en las afueras y comemos otra vez por aquí. Aunque será difícil, porque he oído que las pensiones están todas llenas». Y así acabamos en el estadio Carlini. Antes de llegar, nos damos una vuelta por la ciudad, echamos una ojeada a las vallas de la zona roja, cuyas imágenes transmiten en todos los telediarios. Pero desde la furgoneta, la situación parece muy distinta, como dada la vuelta, desde un cierto punto de vista. No somos nosotros los que estamos enjaulados, como parece viendo la situación desde la tele. Son ellos los que están en una jaula, los polis, dentro de sus pesadas armaduras con 40 grados a la sombra. Y están enjaulados a los que defienden, obligados a esconderse como ladrones, pero no ladrones de los que roban para vivir, sino ladrones que nos roban a nosotros para poder seguir mandando y obligándonos a trabajar para ellos.
Andando hacia el Carlini, vemos bastantes manifestantes, los reconocemos enseguida. Algunos llevan extraños disfraces y van por ahí con la cara y las manos pintadas de blanco, parece carnaval, pero un carnaval de pringados. Nos reímos sin disimular demasiado, nos miran mal y no dicen nada, claro, son pacifistas. «Oh, esperemos que no sean todos así, sino pedimos que nos devuelvan el viaje». Es difícil quitarles la razón a las sabias palabras de Cenzino.
Cuando llegamos al estadio, el espectáculo que nos encontramos es igual de demencial o aún más si cabe. Sí, el estadio está hasta los topes, hay muchísima gente, sobre todo joven, y estoy convencido de que muchos no tienen nada que ver con la payasada que está teniendo lugar en el campo de juego. Aún más, mucha gente lo está viendo mientras se cachondea. Sobre el césped hay decenas de personas envueltas en gomaespuma, con rodilleras, espinilleras y coderas, parecen muñecos de Michelín, y sujetan planchas de plexiglás. Frente a ellos, otros golpean los escudos de mentira, creo que simulando los porrazos de la policía. No faltan los periodistas, más numerosos aún que los muñecos Michelín, que graban y hacen fotos. «Tú, vas a ver que se han puesto de acuerdo con los maderos». Es inconfundiblemente romano el tío que habla a nuestras espaldas. Empezamos a charlar, debe ser uno de los centros sociales, o por lo menos uno de los que van normalmente a manifestaciones. Nos dice que es así desde hace unos años: se ponen de acuerdo con la Cuestura [órgano del Ministerio del Interior con las competencias policiales a nivel provincial, N. del T.] antes de la manifestación, luego llegan ahí delante envueltos como si fuese una película, empujan un poco, los otros dan algún que otro porrazo, los periodistas hacen fotos y las difunden, y luego todos a casa felices y contentos. Se trata de un teatro, en el que nadie puede participar más allá de los actores de las dos formaciones protagonistas. No por nada nosotros estamos en las gradas.
«A mí no me apetece estar aquí de espectador, vámonos». Me he cogido tres días de vacaciones, he tenido que discutir con mi hermana para que se quedase ella en el bar con mi madre, y ahora me siento culpable porque ella también quería venir. Así que por nada del mundo me voy a quedar aquí a ver estas gilipolleces. Si no, me quedaba en Orbassano y me iba al cine, a ver Matrix, o alguna tontería fantasy, que seguro que es más divertido que lo que estoy viendo ahora. Los otros rebufan, pero están de acuerdo: ¿y cómo podrían no estarlo? Cenzino dice que hay otro camping al que han ido algunos de Orbassano que están en un centro social. Es el Re di Puglia, en el que están los antagonistas, a los que –según Cenzino– también les da asco el rollo de los acuerdos. Mientras tanto, se ha hecho tarde, el cansancio se empieza a notar. «Me decían que el Re di Puglia es un excementerio militar». Cenzino está serio al principio, pero a medida que habla se da la respuesta él solo y empieza a reírse. «¿Sabéis qué? Dormimos en mi furgoneta y ya está». La propuesta de Cristian no admite réplica y, por otro lado, estamos todos de acuerdo.
Mientras dejamos el estadio, oímos muchos acentos y muchos idiomas. ¿No habrán venido todos aquí para hacer lo que dicen los que se están exhibiendo en el escenario? Nosotros seguro que no, y haremos todo lo posible para no tener que admitir que hemos malgastado nuestro tiempo y nuestro dinero.
Habrá pasado una media hora desde que ha empezado esta maldita entrevista. He intentado explicarle con calma al tipo por qué fui a Génova con mis amigos y qué hice aquellos días. Bueno, no le he contado todos los detalles, que de esta gente no me fío una mierda, son tan democráticos que igual luego te mandan a la trena para salvaguardar la democracia. Y he intentado explicarle que si quiere recuerdos, para mí son más o menos todos buenos.
No convenzo al periodista, y él no se da por vencido. «Claro, te entiendo, es loable cómo intentas reelaborar aquellos días y encontrarles aspectos positivos, las emociones que te dejaron. Pero ocurrieron cosas muy graves, una entera generación, déjame decir nuestra generación, quedó profundamente marcada por lo que vio y vivió, por el miedo que tuvo, por el ruido de los helicópteros que no se va de la cabeza, por los porrazos indiscriminados, por los tiros de las pistolas, por los comportamientos de las fuerzas de seguridad que no tenemos que vacilar en llamarlos por su nombre: torturas. Y por eso estoy aquí, porque tú eres uno de los involuntarios testigos de aquel horror, uno de los muchos que a través de sus recuerdos y de su denuncia pueden ayudar para que aquel horror no vuelta a repetirse nunca más».
Será el clima de énfasis grotesca de sus palabras, pero juraría que veo los ojos del periodista humedeciéndose. Instintivamente se me escapa una pequeña sonrisa, y me cuesta controlarla para evitar que se convierta en una carcajada abierta. Me contengo, recupero pacientemente el control y vuelvo a intentarlo. «Escúchame, yo no te estoy diciendo que los polis, esos que llamas fuerzas de seguridad, no hicieran todo lo que dices. ¡Claro que lo hicieron! Pero es verdad porque es lo que hacen siempre, aunque igual tú y otros lo habéis visto solo en Génova. Si hablas con los chavales del pueblo te cuenta que es lo que los polis les hacen todos los días, si les pillan yendo dos en la moto sin casco, o robando algo en el supermercado, o con gilipolleces así. Además, en este caso pusieron a los polis a dormir durante dos semanas en containers metálicos bajo el sol, les contaron durante meses que les iban a tirar sangre infectada y otras gilipolleces parecidas, les dijeron que su rol era fundamental para defender lo que también tú llamas democracia del asalto de cientos de miles de personas que querían patearles el culo a los potentes del mundo, un tío envuelto en gomaespuma incluso hizo una declaración de guerra, y qué pensabais, ¿que nos iban a esperar con flores y a tratar con guante blanco? Son bestias, bestias llenas de rabia y cocaína, deseosas de desfogarse. Y cuando abrieron las vallas, les dejaron desfogarse. Pero la cuestión es que ninguno de los que os esforzáis por denunciar estas cosas se ha dado cuenta de que al otro lado había trescientas mil personas que no estaban ahí por casualidad, sino porque estaban aún más hartas que los polis, y que estaban preparadas para darles su merecido a los que mandan». El periodista toma un trago de su refresco de naranja, contrae nerviosamente la nuez, está contra las cuerdas. Bien, insisto. «Y, por otro lado, ¿a quién tendría que dirigirle la denuncia sobre lo malos que son los polis? ¿A los que mandan y mueven las cuerdas de las marionetas?». El tipo, ruborizado, balbucea algo así como «a la sociedad civil». «¿Y qué coño es la sociedad civil?». Unos cuantos chavales del bar se dan la vuelta, me doy cuenta de que he exagerado un poco y bajo el tono de mi voz. «Perdona. Lo que quiero decir es que si me estás hablando de los que iban por ahí con las manos en alto diciendo que eran pacifistas y que querían que les masacraran como a Gandhi, no estamos hablando el mismo idioma. Los polis quieren apalearte, tú quieres que te apaleen, pues bien, no veo la contradicción. Yo no entiendo qué es exactamente la sociedad civil. Igual son los que pueden ocuparse de los grandes temas morales y de los ideales porque en su vida cotidiana tienen el tiempo y el dinero para hacerlo. E igual firman peticiones y dan su opinión sobre todo lo que pasa, ahora que es más cómodo respecto a aquellos tiempos, porque pueden denunciar cómodamente las injusticias del mundo a través de Facebook desde su sillón. Quizás de vez en cuando viene aquí alguno de la sociedad civil a ahogar en spritz su propio disgusto por cómo van las cosas en el mundo. Ahora, que la crisis les muerde el culo también a ellos, parece que tienen cada vez menos tiempo y ganas de ocuparse de los grandes temas. Pero en general, ¿me puedes decir para qué sirve?».
Ahora mi interlocutor, por decir algo, parece enmudecido. Acelero. «La verdad es que los otros, los que mandan, tenían miedo. Y yo digo que tenían razón en tener miedo, porque había muchísima gente de todo el mundo que estaba preparada para patearles el culo. Por fin tenían miedo, después de tanto tiempo de ser nosotros los que lo teníamos. Y la pu…, vamos, lo que llamas “sociedad civil” se cree que todo es un juego, un teatrillo, una negociación, cree que existe la posibilidad de hacer acuerdos sobre la tarta de la que todos comen: vosotros estaos tranquilos y montad vuestra cumbre, nosotros fingimos que nos oponemos, pero respetando vuestras reglas, y si nos acercamos a la zona roja no os preocupéis, lo hacemos solo para aparecer en los telediarios, con eso nos basta y sobra. Y así las cosas pueden seguir como siempre, más aún, a lo mejor incluso fabricamos unos cuantos politicuchos nuevos que después de haber ido un poco al gimnasio del boxeo infantil, a las protestas falsas, están listos para hacer cosas serias en las instituciones. Mira, sí, he encontrado una respuesta a tu pregunta: eso fue lo realmente horrible de aquellos días».
El ruido del bar envuelve el silencio incómodo del periodista. Concluyo. «Y, en cuanto han dejado de tener miedo, inmediatamente hemos vuelto a tenerlo nosotros. Así es el mundo: o das miedo o te mueres de miedo».
Bam, bam. A tomar por culo, ¡llegan los anarquistas!». Bam, bam. Es viernes por la mañana, el ruido de las cristaleras de los bancos rompiéndose se alterna rítmicamente con las imprecaciones que llegan desde la concentración de Piazza da Novi, a la que hemos venido porque gente de los centros sociales nos han dicho que es la buena, la de los antagonistas, no la manifestación de los muñecos Michelín. Es evidente que su presencia no se esperaba, llega improvisadamente y molesta a la mayoría de la gente. Yo no es que tuviera una gran consideración de los anarquistas; más aún, por lo que he entendido no me gustan demasiado. La imagen me la he creado pasando de vez en cuando delante de sus centros, los squats los llaman, que en Turín son unos cuantos. Los he visto siempre exhibir ropa medio rota y maloliente, como para decir “estamos fuera de esta sociedad, estamos bien en nuestros guetos”, pero en realidad me parece una posición elitista, de quien se cree por encima de los demás, alguien que ha entendido todo mientras que nosotros no hemos entendido una mierda. Y luego van por ahí con los perros, pulgosos, ellos, más que esos pobres perros.
He visto siempre a los anarquistas como gente que no hace una mierda en todo el día. No me malentendáis, yo tengo el máximo respeto por quienes no hace una mierda en todo el día, en general mi vida, la vida de mi grupo de amigos y colegas, es la vida de quien ha intentado siempre escapar de la imposición del trabajo. Luego, por desgracia, por quién sabe qué destino burlón, nos encontramos trabajando mucho más de los que tienen la llamada “ética del trabajo”, para acabar con la mitad de su salario. Pero bueno, ese es otro tema. La cosa es que yo a los anarquistas, o squatters, o como se llamen, los he visto siempre como los que se pueden permitir no hacer una mierda porque sus padres les dan la pasta, y además te miran mal porque tú curras, como si hubieses elegido ser un esclavo de mierda. Y luego, quizás, tras unos cuantos años, cuando se hayan aburrido de parecer rebeldes, se suben al ascensor social en el que la familia les ha reservado un sitio. En eso he visto siempre un poco la diferencia entre los que frecuentan los otros centros sociales, los que no son anarquistas, que no sé muy bien qué son, pero con los que a menudo sé que tienen bronca y que de vez en cuando vuelan hostias. Igual digo esto porque los conozco un poco y son buena gente, algunos son de nuestro grupo, aunque luego cuando entran en el centro social se creen muy guais, van por ahí todos con la misma sudadera y las típicas cuatro frases publicitarias, en el pueblo parece que les cuesta saludarte y al final se vuelven arrogantes ellos también. Hace unos años, había uno de los centros sociales que trabajaba en un curro de mierda con un chaval de nuestra zona, uno que un día se cabreó porque el jefe no le pagaba o le pagaba con retraso. Resultado: nuestro amigo, despedido, el de los centros sociales, mudo. Luego en cuanto sale del trabajo igual se pone la sudadera reglamentaria y escucha su aburridísima música que dice que hay que prenderle fuego a todo.
Esta vez será la lejanía que me impide oler o ver a los perros, será que la ropa medio rota está cubierta por los chándales negros, será que el espectáculo de los cristales de los bancos rompiéndose captura toda mi atención, pero me parece que en general están haciendo cosas buenas. Luego vete a saber si son los anarquistas u otra gente, cualquiera, como me parece más probable, porque en mi opinión ésos son más de hablar que de actuar. Y, en cualquier caso, si a alguno de éstos les dan la pasta sus padres, esta vez se la han gastado bien en bates, petardos y en esos tambores folclóricos, en lugar de en caballo y colocones de marginados.
«Joder, ¡esto empieza a tope!». Cristian está exaltado, Salva se ha tapado como puede, Genny se ha puesto ya con satisfacción su máscara antigás y nos dice riéndose que, al parecer, los “costes” de la inversión los amortizará rápido. Cenzino está desmontando el adoquinado, alguno lo mira mal e interviene preguntándole qué intenciones tiene, él los manda a la mierda y sigue con su meritoria obra. Karim ha desaparecido ya de nuestra vista, pero intuimos su presencia cuando vemos pequeñas bolas de hierro que vuelan hacia los cordones de antidisturbios y carabinieri.
Serán las 10 de la mañana, el baile por fin ha empezado. Hora tras hora, el tiempo pasa rápido y convulso, entre piedras, cargas, botellas, humo y escaparates rotos. Hace un calor de la hostia, sudo como un animal, pero siento muchísima energía. Mientras tanto, los de la convocatoria en Piazza da Novi, los más antagonistas de todos, ¿qué hacen? Empiezan a escapar de la marea negra. A parte alguno que otro, parece que los de los centros sociales han venido a Génova con el único objetivo de dispersar a quien la monta y decir que ellos no tienen nada que ver, que si se trata de exhibirse y de escribir comunicados, todo bien, pero que a la hora de la verdad no van a hacer nada.
Al rato, un chaval, jovencísimo, empieza a romper con cuidado el escaparte de algo, no sé ni siquiera exactamente de qué. Se le acerca un tipo con el pelo blanco, y gritándole con tono severo y paternal le dice que su acción es políticamente contraproducente. El chaval se da la vuelta y le da dos hostias que lo mandan al suelo. Por la noche vi al tipo que iba por ahí tristón, con una venda en la cabeza, parecía Chiellini después de uno de sus típicos cabezazos contra algún adversario. Se le veía herido, pero no tanto en la cabeza como en el orgullo, por no haber sido reconocido como uno importante, como uno de los que igual desde hace muchísimo tiempo organiza manifestaciones. A ver, entendedme, a lo mejor tenía razón, romper el escaparate de un estanco no es algo muy inteligente, si a mí me destrozan el bar no sabes el cabreo que me cojo; pero si un chavalín ve llegar a uno que tendrá el triple de su edad que se le pone en plan paternalista, se cree que es un político o un sindicalista de mierda, es normal que reaccione mal. Por otro lado, cuando Cenzino nos dijo que ésos habían elegido un cementerio militar como cuartel general, habríamos tenido que entender enseguida cuál era la situación.
Creo que a estas alturas el periodista ha perdido toda esperanza de sacar algo en limpio. Pero no se puede ir de donde ha venido con las manos vacías. Tendrá que justificar su sueldo, y además el periódico le habrá pagado el viaje. Le da otro trago al refresco, se seca las gotas de sudor con el pañuelo e intenta salvar lo salvable. «¿Tú dónde estabas cuando mataron al chaval?».
En un momento son las 14.30. A parte de algunos grupos, los organizadores de Piazza da Novi se han vuelto al cementerio militar, los polis están desorientados y con problemas, y no hay ni rastro de los pacifistas. En pocas horas, hemos sembrado el pánico en la ciudad. Digo «hemos» no porque lo hayamos hecho mis amigos y yo, sino porque es como si formáramos parte de un nosotros mayor, uno que se ha creado atacando a nuestros enemigos, un nosotros hecho de muchas personas que no conocemos y con las que, no obstante, nos movemos como si nos conociéramos de toda la vida. Comemos algo rápido, bocadillos de jamón y queso deshechos por el calor. Lo justo para llenar un poco el estómago, que el día se anuncia aún largo. ¡Hale! «Los móviles no funcionan, nos los han oscurecido esos cabrones». Salvo sigue llamando a casa con su Nokia medio roto, imagina que sus padres estarán preocupados y les quiere tranquilizar. Sí, tranquilizar, si viesen la que estás liando. Nos echamos todos a reír. Luego Karim, como buen joven manitas que es, tiene la respuesta técnica para todo. «Pero qué coño dices, déjate de paranoias. Cuando hay mucha gente junta usando sus móviles es normal que no funcionen. Mira a tu alrededor, seremos unos cien mil. Es como si les atribuyeseis a los polis algún tipo de poder: ¿no os dais cuenta de que les estamos dando por todas partes?».
Estamos acabando nuestra frugal comida a mitad de Via Toleimaide, cuando vemos a lo lejos la manifestación del estadio Carlini que avanza hacia nosotros. En la cabecera no podían faltar los muñecos Michelín, a medida que se acercan los vemos mejor: miran a su alrededor incrédulos, evidentemente no se esperaban tener que desfilar entre coches dados la vuelta y tiendas incendiadas. Esta vez el espectáculo lo han hecho otros, y ellos son espectadores atemorizados. En sus cómicas envolturas se acercan al cordón de los carabinieri, pero parecen haber perdido la bravuconería que los caracterizaba hasta la noche anterior, cuando estaba ante los flashes de los fotógrafos. Titubean, por un momento tengo incluso la impresión de que no quieran llegar al programado impacto, evidentemente en las nuevas e imprevistas circunstancias que se han creado no están para nada seguros del resultado.
Lo que está claro es que todo ocurre rapidísimo, parece una fracción de segundo. Arrastrados hacia delante como por inercia, no tienen tiempo de apoyar el escudo de plexiglás sobre el cordón que los caramba, furiosos como bestias, cargan con un movimiento de barrido: porras y golpes de fusil, pim, pum, la «tortuga», como la habían bautizado, se dispersa en menos de medio minuto.
Los muñecos Michelín parecen haber adelgazado de repente, se los ve vagar solos sin hablar, incapaces de reaccionar. Alguno se sienta en el suelo, otros se ponen a salvo, alguno da vueltas alrededor del camión que los acompañaba, por el micrófono no saben bien qué decir, ni siquiera usando sus pomposos eslóganes. En ese momento ocurre algo increíble. Surgen cientos, miles, chavalería sin envolturas ni símbolos, con camisetas de todos los colores o sin camiseta, con la cara descubierta o tapada con algo improvisado. El teatro se ha acabado, los actores han desaparecido. Los que estaban en las gradas, ahora han tomado el escenario. Empieza a volar de todo, los caramba que atacaban ahora se paran, se protegen, alguno empieza a dar marcha atrás, primero lentamente, luego a toda prisa.
No necesitamos decir nada, nos tiramos de cabeza al ataque. No sé si hay grupos organizados, bueno, seguro que sí, pero a mí me parece algo muy espontáneo. La sensación, increíble, es de un solo cuerpo que surge del cemento ardiente, con mil cabezas y mil brazos. Habrán pasado veinte minutos, o igual doscientos, cambia poco. Vemos los coches de la policía que escapan a mil por hora, sobre las aceras, el ruido de las sirenas ahora es de miedo y no de amenaza. Las calles son nuestras, la ciudad es nuestra, el mundo es nuestro. Dura poco, demasiado poco. Pero es una sensación que, esa sí, no olvidaré jamás.
«Me acuerdo que los carabinieri disparaban una o dos bombas lacrimógenas cada treinta segundos, pero les salió mal. Con el viento en contra, se las comían todas. Vamos, que no he visto demasiado preparados a los famosos cuerpos de seguridad…». Me echo a reír, el periodista no me sigue, tan solo tensa un poco los labios para complacerme. He intentado contarle algo de Via Tolemaide, sin descubrirme demasiado, sin desilusionarlo más de lo que ya lo he hecho.
Vale, le concedo, ellos también nos dieron lo nuestro, pero nosotros les dimos de lo lindo. Esto tampoco es útil para su artículo, ya ni siquiera toma apuntes. Veo que hace garabatos en su libreta, fingiendo que me escucha. Pero está ya lejos. Por mi parte, llevo lejos desde el principio.
Así que intenta atajar la conversación y se juega la carta de Bolzaneto. «No me dirás que tampoco allí tuviste miedo». Su tono suena resentido. Lo paro enseguida. «A ver, aclaremos las cosas. Yo no he dicho nunca que no tuviera miedo. No soy ninguna especie de superman, ni quiero presentarme así, como un fanfarrón. Solo te estoy contando lo que me has preguntado. Te he contado por qué fui a Génova, qué hice, por qué lo hice. Y no quiero hacerme la víctima. Aún más, me toca los coj…, vamos, que odio el rol de víctima más que el de verdugo. Y creo que no fuimos víctimas en Génova, hablo por lo menos por mis amigos y por mí mismo, y por las personas que conocí allí, y por muchas otras que vi. Eso no significa que no tuviera miedo, lo tuve, muchísimo. Tenía miedo cada vez que me encontraba frente a un poli, tenía miedo cuando no se entendía nada de lo que estaba pasando, tuve miedo cuando me encontré esposado en una furgoneta llena de antidisturbios con los ojos inyectados en sangre. El miedo lo llevo dentro, todos lo llevamos dentro. Pero lo que te quiero decir es que aquella vez hice una elección, elegí ir allí, elegí hacer determinadas cosas. Y aquel miedo no daba tanto miedo, porque éramos muchas personas, unidas, aun cuando estabas con el hierro en torno a las muñecas o dentro de una celda. En cambio, existe un miedo que no eliges, como el de afrontar un nuevo día sinsentido y no saber si aguantarás. Cuando estás solo, ése es el auténtico miedo. No sé si me he explicado».
No sé si el tipo recobra el ánimo de verdad, pero al menos lo intenta. «Sí, claro. A eso iba, ¿me puedes explicar exactamente qué viste allí, cuando llegaste a Bolzaneto? ¿Qué pensaste, qué viviste?». Está bien, se lo cuento: hostias, palizas, insultos, todos de pie con la cara contra la pared, etc. Ahora sí que ha recobrado el ánimo, por fin llena las páginas de su libreta. Son de verdad raros estos de izquierdas: les hablas de que les has dado bien a los otros, y no les gusta; les hablas de los otros que te han dado a ti, y están contentísimos. Como si quisieran llorar siempre, disfrutan si el enemigo te hace daño. Son, cómo se dice… masoquistas, eso es. Y, sobre todo, no aceptan oír que no eres un pobre pringado inerme, como si solo así pudieses reivindicar tus motivos frente a lo que les gusta llamar opinión pública. Que, por otro lado, nunca he entendido exactamente quién forma parte de esa opinión pública.
«Pero más allá de todo eso, hay un episodio que se me ha quedado especialmente grabado de las 24 horas en las que estuve en aquel cuartel». El tipo me mira con esperanza y con sospecha al mismo tiempo. «No lejos de mí, estaba Mary, la amiga con la que fuimos a Génova. Ella también hizo de todo, eh. Pero bueno, eso no lo escribas. En cualquier caso, no se calla nunca y, claro, no podía callarse en aquella situación. Así que cuando pasa el enésimo poli arrogante con la porra al revés, ella se gira y le dice: “¿Ése es todo tu poder? Poquito, eh. Un poli que tortura es un poli débil”. Y le escupe en la cara. El otro se queda de piedra, incapaz de reaccionar. Intervienen otros dos, le dan un par de porrazos poco convencidos, como si la hostia recibida fuese de K.O. Y se van. Allí sentí por un momento que todo se daba la vuelta, y que los aparentemente poderosos se volvían completamente impotentes. Pocas veces he sentido un placer parecido».
El tipo deja el bolígrafo y bebe el último trago de su refresco. Llegados a este punto, creo que es bastante amargo, tanto para él como para su artículo.
Génova se acabó, tras tres días tranquilos en la cárcel de Alessandria aquí estoy, contándoles todo a mis amigos. Ahora todos en Orbassano quieren saber, muchos flipados vienen al bar a preguntar e informarse sobre cuándo será la próxima vez, que quieren venir ellos también. Así que decidimos ir a Turín a la asamblea de ese coñazo burocrático que es el Foro Social, al cual nunca habríamos pensado ir ni de coña, pero del que ahora esperamos respuestas sobre cómo seguir, sobre qué hacer ahora. Soñamos ya con hacer cosas parecidas en Piazza Castello, estamos a tope.
La sala está llena, la edad media es mucho más alta de la que vi en las calles de Génova. Las intervenciones son largas, larguísimas. Hablan una especie de código cifrado, para iniciados, como si les interesara entenderse solo entre ellos. Me viene a la cabeza mi tío que decía que en el manicomio los locos conocen todos los mismo treinta chistes y que, de ese modo, no hace falta que se los cuenten, uno dice “24” y el otro se ríe a carcajada limpia. Pero una cosa sí la entiendo, porque más o menos todos repiten el mismo rollo: nos han masacrado, pobrecitos nosotros, tenemos que denunciar la violencia de la policía, y decir que los que la han montado eran infiltrados. Y siguen llorando, alguno lo hace de verdad, con lágrimas en los ojos. Y a quien intenta decir algo distinto, se le hacen gesto para que acabe, o ni siquiera se le escucha. Si esto es la política, prefiero quedarme lejos de ella.
Paz, paz, paz, todos repiten que a Génova fuimos en son de paz… ¡Hablad por vosotros! Yo esta paz la conozco, ésa en la que cada mañana tengo que levantarme a las cinco y abrir el puto bar. Quiere la paz quien está bien en este mundo, y yo no estoy bien. Hablan de paz los que no han sufrido la guerra desde que han nacido. No porque no me guste la paz quiero la guerra, pero sí quiero que paguen los que me obligan a llevar esta vida. A vosotros en cambio ésos no os molestan demasiado. Así que, os podéis ir a tomar por culo vosotros también. Ni lo he pensado, es como si me estuviese viendo a mí mismo gritar todo esto. No me doy cuenta ni siquiera que unos cuantos me saltan encima, que Cenzino tumba a un par, que Cristian nos tiene que abrir a manotazos un camino hacia la salida, y que María deja fuera de juego a un tío con una magistral patada en los huevos. Alguno dice que es uno de los abogados del Fórum Social. Me da que María lo tendrá difícil para hacer sus prácticas como abogada.
Por fin llegamos a la salida. Se acercan un par de los centros sociales, dicen que están de acuerdo con nosotros. Es ya tarde. Levanto el dedo corazón y me voy.
El bar empieza a llenarse, mi hermana me lanza un par de miradas cabreadas, pero sobre todo estoy hasta los huevos. Así que aprovecho su pregunta para tomar la vía directa. «¿Cuál es el momento que se te ha quedado más grabado de aquellos días?». He aquí una ocasión que no puedo perder.
«Me acuerdo de una pareja de unos cuarenta años, un hombre y una mujer, creo que de algún grupo organizado, que iban por ahí empujando un carrito de la compra. Era una escena cómica, porque parecían dos jubilados que acababan de salir del supermercado, que aparentemente andaban tranquilamente con sus provisiones semanales en medio de toda la gente con pasamontañas y palos, del humo de las bombas lacrimógenas, del ruido de los helicópteros, de las imprevistas cargas de la policía y de las piedras y los petardos que volaban sobre sus cabezas. Pero incluso nosotros sabíamos, porque lo habíamos oído decir, que bajo los periódicos y los carteles que cubrían el carro estaban las botellas». El tipo frunce el ceño y me mira con aire interrogativo. «Sí, las botellas, venga, los molotovs». El color cada vez más pálido del periodista me motiva para seguir cada vez más rápido: estoy por el buen camino para acabar con esta historia. «La cosa es que durante una de las innumerables cargas de la batalla campal, los mismos manifestantes vuelcan el carrito y todas las botellas llenas de gasolina se esparcen por el suelo. De la nube de humos lacrimógenos llega un tío con los ojos cerrados e hinchados que grita “agua, agua, necesito agua”, agarra una botella y se la echa en toda la cara. Te dejo imaginar la reacción, y aun sintiéndolo por el tipo, todos los que tenía alrededor y yo mismo nos echamos a reír como locos. Parecía una escena de una peli, tipo ¡Aterriza como puedas!».
El tipo me mira cada vez más pasmado y, llegados a este punto, visiblemente irritado. Él también empieza a sudar copiosamente dentro del jersey. «Hey, Gianca, dile que aquella vez fue así, pero que la próxima hacemos el 1-1 con los polis». Y todos los idiotas se echan a reír con el flipado de Karim. Espero que el tipo no le haya oído. Aunque si lo ha oído, qué le vamos a hacer.
Estamos en el epílogo. «¿Cuándo se publicará la entrevista?». La respuesta ya la sé, pero quiero ver cómo sale de la situación. «Hmmm, te avisaré, claro. Tengo que hablar con la redacción, ya sabes cómo funciona, tenemos que hacer el montaje con otras entrevistas, y luego no sabemos bien cuántas páginas tendremos a disposición… De todas formas, te avisaré, por supuesto». El periodista empieza a levantarse, pero luego se vuelve a sentar. Dios mío, es más resistente de lo que pensaba. «¿Tú has vuelto a participar en iniciativas políticas o sociales tras aquellos días, quiero decir, manifestaciones o algo así?». ¿Y cómo se lo digo sin arriesgarme a que me suele otra vez todo el rollo? Pero bueno, igual vale la pena acabar con esto de una vez por todas. «Durante mucho tiempo no, porque no veía nada interesante. Luego, en otoño del año pasado, se empieza a hablar de una huelga que se estaba organizando, una huelga de todos los que están hasta las narices, de los que creen que no se puede seguir así. No se entendía bien qué era, pero en Orbassano y un poco en todos los pueblos de la zona no se oía hablar de otra cosa que de lo que iba a pasar el 9 de diciembre». El tipo me mira con aire interrogativo. «Los Forconi». Al oír esas palabras sus neuronas deben de haberse cortocircuitado, porque me mira enseguida como diciendo, «¿de verdad te has manifestado con esos trogloditas?».
«Perdona, ¿pero no ves la contradicción entre ambos eventos, uno como el de Génova, de izquierdas, y el otro como los Forconi, cuanto menos ambiguo, por no decir abiertamente de derechas?». El tipo intenta volver a subirse a la cátedra para darme una clase magistral. «Bueno, no sé, derechas, izquierdas, yo que sé. Yo fui sin importarme de los que se aprovechaban políticamente. Igual que había hecho en Génova. Que si luego la cosa es potente, se lleva por delante a los politicuchos. Y aquel día te garantizo que no era algo que perteneciese a nadie, no sé ni siquiera quién convocó aquella manifestación, para nosotros es como si se hubiese convocado sola. Así que en Orbassano fuimos todos, cerramos el bar porque una huelga es una huelga. También mi hermana vino, así se pudo resarcir por Génova. Incluso mi madre. Y también los hermanos de Karim, el chico negro de allí, que son gente tranquilísima pero que también están hartos de cómo van las cosas».
No lo convenzo, y cómo podría ser de otra manera: hablamos idiomas diferentes. Porque pertenecemos a dos mundos diferentes. «En cualquier caso, te puedo decir que aquel día, en Piazza Castello, durante unos minutos me pareció hacer lo que habríamos tenido que hacer doce años atrás, volviendo de Génova. Y una vez más sentí esa sensación de que, por una vez, la ciudad era nuestra». Me paro un momento, reflexiono y retomo el discurso. «Esa sensación de caminar sobre las cabezas de los reyes».
«De todas formas un entrenador u otro no cambia nada, mientras en el campo haya un guerrero como Vidal, los demás nos pueden comer los huevos». Carlo concluye así con el poco convencido Salva. Y yo también concluyo así. Le hago al tipo un gesto de despedida, él está a punto de darme la mano, pero en el último momento la echa para atrás, sin fingir demasiado. Lo veo bastante aliviado mientras sale a llamar a un taxi, y yo vuelvo hacia mi barra.
Mi madre, que por la tarde me ayuda en la cocina para el aperitivo antes de irse a casa a descansar, hoy se ha quedado un poco más, pero tiene prisa porque dentro de poco empieza L’eredità, el concurso ese que presenta Frizzi. No se pierde ni un programa. «Giancarlo, ¿quién era exactamente ése?». Me encojo de hombros. «Buah, un tocapelotas». Luego la miro, miro el bar, en el que se refleja nuestro mundo, que será lo que será pero, al fin y al cabo, es nuestro, que les den a todos. «Cómo se llaman… Era un testigo de Génova». Me mira, no lo pilla, pero se echa a reír aun así. Y yo también me río, con gusto.