de Andrea Fumagalli
Publicado en italiano en Effimera el 23/10/2018
Traducción inédita
Escandaliza la demanda del gobierno italiano de llevar la relación déficit-PIB al 2,4%, y se alimenta una campaña mediática -tanto desde la derecha como desde la izquierda- que tiene como único objetivo despejar el camino a la especulación financiera. En base a los datos económicos brutos, Italia no se encuentra en absoluto en riesgo de insolvencia. La elevada deuda pública, de hecho, tiene como contrapeso una de las cifras más bajas de la deuda de familias y empresas. Si además añadimos el superávit comercial (que es superior a la propia deuda pública), la alarma es justificable solo desde un punto de vista político e ideológico, no económico.
Lo que sí debería escandalizar es que en los últimos 25 años se hayan promovido políticas fiscales que han reducido los impuestos para las sociedades mercantiles y las rentas más altas, mientras se aumentaban los tipos impositivos sobre las rentas más bajas y reducido fuertemente la progresividad fiscal, privilegiando a las rentas financieras y a los más ricos. Estas medidas han sustraído ingentes recursos del presupuesto del Estado, favoreciendo el aumento de los gastos por intereses y de la deuda pública.
Y aún más debería escandalizar que, frente a esta situación, uno de los caballos de batalla de este gobierno haya sido la “flat tax” [sistema fiscal no progresivo que será incluido en la próxima Ley General Presupuestaria, N. del T].
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Son dos las principales acusaciones que la troika y las agencias de rating (ambas entidades expresión de los intereses de la oligarquía financiera internacional) le dirigen a la propuesta de Ley de Estabilidad del gobierno italiano.
La primera tiene que ver con la decisión de llevar la relación entre déficit y PIB al 2,4%, es decir, muy por encima del límite del 1,6% oficiosamente pactado en las anteriores leyes de estabilidad de los gobiernos de Matteo Renzi y Paolo Gentiloni (con los que, a finales del 2017, dicha relación llegó al 2,3%, en el silencio general), pero muy por debajo del límite oficial establecido por los acuerdos del 1997, que es del 3%.
La segunda acusación es que el objetivo del 2,4%, en cualquier caso, difícilmente podrá ser alcanzado porque las estimaciones de crecimiento del PIB hechas por el gobierno, tras la maniobra económica (+0,5%) son excesivas.
En esta breve nota, nos limitaremos a discutir acerca del primer punto.
La situación de la deuda europea
La fragilidad económica de un país está claramente ligada, entre otras cosas, a su nivel de endeudamiento. Pero por una cuestión de precisión, es necesario hablar de la deuda total de todos los agentes que operan en el sistema económico: no solo el Estado, sino también las familias, las empresas y los bancos.
Si examinamos la deuda total italiana respecto al PIB, nos llevaremos alguna que otra sorpresa. Según una reciente encuesta del McKinsey Global Institute, en base a los datos de la Bank for International Settlements (Banco de Pagos Internacionales), el país más endeudado del mundo en 2017 era Luxemburgo, con un 434% de su PIB, seguido por Hong Kong (396%), y con Japón (373%) en tercer lugar. Respecto a los estados europeos, los más endeudados son Irlanda y Bélgica (345%), seguidos por Portugal (322%), Francia (304%), Holanda y Grecia (ambas con un 294%), Noruega (287%), Gran Bretaña (281%), Suecia y España (275%). Italia, con un 265%, se coloca en los últimos puestos, con un valor ligeramente mayor que Dinamarca, Finlandia, Suiza, Austria y Alemania.
Desglosando el dato de la deuda italiana, observamos que un 151% pertenece a la deuda pública (lo cual posiciona a Italia segunda en Europa, solo por detrás de Grecia, y tercera en el mundo, donde Japón ocupa el puesto de país cuyo Estado está más endeudado: 214%). En cambio, Italia se encuentra en los últimos puestos en la clasificación de deuda de las familias (41%, contra el 127% de Suiza, el 117% de Dinamarca, el 107% de Holanda, el 102% de Noruega y el 87% de Gran Bretaña). En este ámbito, mejor que Italia se encuentra solo Polonia (36%). En términos de deuda de las empresas, la situación italiana es también de las más virtuosas. Luxemburgo, Irlanda, Bélgica, Noruega, Suiza, Francia, Portugal y España poseen valores dobles respecto a Italia, y solo Grecia y Alemania se encuentran, aunque por poco, en una situación mejor.
Por tanto, no puede ponerse en discusión la solvencia general de Italia, teniendo en cuenta, además, que la cuota de deuda pública en manos de operadores económicos italianos alcanza hoy el 68,7%, gracias sobre todo al incremento del 5% al 16% efectuado por la Banca de Italia aprovechando el Quantitative Easing del BCE. Es también necesario indicar que el 26% de la deuda pública italiana está en manos de bancos prevalentemente italianos, mientras que el 18% lo controlan fondos financieros y aseguradoras, prevalentemente extranjeros, que son los más interesados en iniciar actividades especulativas. Los pequeños ahorradores poseen tan solo el 5% de la deuda pública italiana.
Para completar el análisis del endeudamiento estatal, hay que incluir el posible endeudamiento extranjero. Como es bien conocido, Italia es el segundo país en Europa, solo por detrás de Alemania, con un mayor superávit en la balanza comercial. Los datos relativos al 2017 (fuente: Eurostat) nos dicen que el excedente comercial italiano ha superado la cifra de 47.500 millones de euros (equivalente al 2,8% del PIB), derivada de un superávit de 8.300 millones con los países de la Unión Europea y de 39.200 millones con los extracomunitarios.
Resulta evidente que el superávit de las cuentas con el extranjero sería capaz de eliminar abundantemente el déficit interno. Alemania ha acumulado un excedente comercial de 249.000 millones, que equivale a un 7,6% de su PIB. Recordemos que, en el Pacto de Estabilidad europeo, además de los acuerdos sobre la relación déficit-PIB, se fijó también un límite máximo para el excedente comercial de un país miembro, que no debería superar el 6%. El único país que durante el 2017 cometió una infracción en base al Pacto de Estabilidad fue Alemania, y es previsible que vuelva a superar el límite del 6% también durante el 2018. Aún más: hace más de 5 años que Alemania supera ese límite. Pero ningún comisario europeo parece darse cuenta. Por otro lado, Francia presenta un déficit comercial de unos 80.000 millones y Gran Bretaña alcanza los 176.200 millones.
En este contexto, el ensañamiento únicamente contra la deuda pública para criticar las decisiones políticas en materia económica no tiene ninguna base económica: se trata de una cuestión puramente política e ideológica. El objetivo es impedir que un país miembro pueda adoptar una política expansiva basada en el deficit spending (gasto basado en el déficit), potencialmente capaz de evitar el desmantelamiento del Estado de bienestar y la financiarización privada de los servicios sociales, empezando por la Sanidad y la Educación (visto que la Seguridad Social ha sido ya, de facto, financiarizada).
Lo que está en juego no es, como pretende hacernos creer la retórica nacional-soberanista, la autonomía económica de Italia. Si volviésemos a la lira o a una Europa de Estados soberanos en el ámbito monetario, la configuración geopolítica internacional, basada en el enfrentamiento entre el eje boreal Trump-Putin (quienes verían con buenos ojos la desaparición de la Unión Europa) y el eje austral China-India-Sudáfrica-Brasil, debilitaría aún más a los países europeos, quedando estos a merced de las oligarquías económico-financieras.
¿A quién favorece la deuda italiana?
Quizás no todo el mundo sabe que, a partir de 1992, con la única excepción de 2009, el saldo primario del presupuesto del Estado italiano (es decir, la diferencia entre gastos e ingresos totales, a excepción de los gastos por intereses) ha sido siempre ampliamente positivo. En esos años, desde 1992 hasta 2017, el Estado italiano generó un ahorro de 795.000 millones. Por otro lado, durante el mismo periodo, el total de gastos por intereses superó los 2 billones de euros. Como consecuencia, la deuda pública italiana ha crecido en 1,3 billones.
Así, resulta evidente que la principal causa del aumento de la deuda pública italiana ha sido el gasto por intereses, cuya dinámica en los últimos años ha estado cada vez más condicionada por la especulación financiera.
Profundicemos en este aspecto, utilizando los datos del informe del Comité para la Abolición de las Deudas Ilegítimas (CADTM), que se presentará el próximo 27 de octubre en Roma.
Han sido tres los momentos en los que Italia ha sido objeto de ataques especulativos.
El primero fue en el bienio 1992-93, durante la crisis monetaria de la lira que llevó, en el plano social, a la abolición de la escala móvil de salarios y a la draconiana maniobra financiera del gobierno de Giuliano Amato. A pesar de las intervenciones que este realizó (aumento de la presión fiscal en sentido no progresivo, desmantelamiento de parte de los servicios públicos, privatización del agua, de la energía, del transporte y de las comunicaciones, reducción del coste del trabajo e inicio de su precarización), la relación entre deuda pública y PIB pasó del 101,6% en 1991 al 111,3% en 1993 y al 127,3% en 1994. De igual forma, recordamos bien el ‘92, año en que se generó por primera vez desde la década de los ‘70 un superávit primario por encima de los 5,6 billones de euros al final del trienio. Por otro lado, el gasto de intereses fue de 303.000 millones (lo cual supuso un incremento del 62,7% respecto al trienio anterior).
El segundo ataque coincide con el inicio de la crisis de las hipotecas subprime de 2007-2008: la relación déficit-PIB pasó del 99,34% en 2007 al 112,2% en 2009, el único año en que se ha registrado también un déficit primario (excluidos los gastos por intereses), encontrándose en el gobierno Silvio Berlusconi en su cuarto mandato. El gasto de intereses en ese trienio fue de 229.000 millones de euros.
Es necesario recordar que la entrada en el euro había producido una disminución en la relación deuda-PIB, que pasó de un 109,1% en el 2000 a un 105,9% en el 2002, gracias sobre todo a la bajada de los tipos de interés.
Pocos años más tarde, en 2011, llega el tercer ataque, quizás el más potente de todos, con la subida de la prima de riesgo hasta alcanzar los 575 puntos. La crisis produjo la caída del último gobierno de Berlusconi y la llegada de Mario Monti [ex asesor de Goldman Sachs y Coca Cola que conformó el primero gobierno “técnico” italiano, N. del T.]. El ataque se detuvo cuando la Deutsche Bank, que había iniciado en febrero de ese año la venta de los bonos del Estado que poseía para especular con derivados italianos, decidió en noviembre empezar a adquirirlos de nuevo, tras haber obtenidos pingües beneficios en la transacción.
En 2011 y 2012, el desembolso del Estado para el pago de intereses rozó los 160.000 millones.
Si analizamos en conjunto estos episodios, podemos concluir que la especulación financiera le ha costado, al Estado italiano (es decir, a nosotros), la hermosa cifra de 467.000 millones de euros, o lo que es lo mismo, el 20,6% de la deuda pública total del 2017.
Se trata de una cifra que ha engordado, sobre todo, las cuentas de las multinacionales financieras y de los bancos y, en una mínima parte, las de los ahorradores italianos, que poseen, como ya hemos recordado, tan solo el 5% de la deuda total. A esos beneficios hay que añadirles las plusvalías obtenidas en la compraventa de los derivados de bonos del Estado, la cual permitió, en 2011, obtener beneficios de hasta un 500% en pocos meses.
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Analicemos ahora los ingresos fiscales. Estos se componen de tres grandes puntos: los impuestos directos (que representaron el 35% de los ingresos fiscales en 2016), los impuestos indirectos (34%) y las cotizaciones a la Seguridad Social (31%).
En 2017, los ingresos por impuestos directos provinieron: en un 58,1%, de las rentas del trabajo (salarios y pensiones), en un 21,7% de las rentas de las empresas, en un 7,3% de las rentas del capital (intereses y dividendos), en un 2,6% de rentas fondiarias (alquileres) y en un 7% de las rentas patrimoniales. Cada uno de esos activos está sujeto a una fiscalidad independiente. Las rentas del trabajo están sujetas a tipos progresivos. Las rentas de las empresas, solo en parte. Por ejemplo, las sociedades mercantiles pagan un IRES (Impuesto sobre la Renta de las Empresas) único del 24%. Lo mismo sucede con los alquileres (impuesto único del 21%), los intereses sobre los depósitos bancarios (26%) y sobre los bonos del Estado (12,5%).
El resultado es que quien disfruta de rentas derivadas no solo del trabajo sino también de otras actividades (alquileres, intereses, etc.) se ve favorecido por una progresividad reducida, a pesar de haber acumulado elevadas rentas.
Además, en los últimos veinte años, las distintas reformas fiscales han reducido enormemente no solo la progresividad fiscal del IRPF, sino también los impuestos únicos de algunos tipos de rentas. Ese es el caso, por ejemplo, de las rentas de las empresas. Hasta 1995, estaban sujetas a una tasa impositiva del 37%. Más tarde, comenzó una lenta pero progresiva bajada hasta alcanzar el 24% en 2017 con el gobierno de Matteo Renzi.
Cuando en 1974 se introdujo el IRPF como impuesto único sobre las rentas del trabajo y de las personas (reforma Visentini), se establecieron más de 20 tramos, con valores que iban desde un 10% (para las rentas más bajas) hasta un máximo del 72% (para las rentas superiores a 300.000 euros anuales). A partir de la primera reforma fiscal de 1983, hasta la última del 2007, ese abanico de tramos se redujo drásticamente hasta llegar a los 5 actuales: 23% para las rentas hasta 15.000 euros anuales, 27% para 15.000-28.000 euros, 38% para 28.000-55.000 euros, 41% para 55.000-75.000 euros y 43% para rentas de más de 75.000 euros anuales. No solo se ha disminuido el impuesto para las rentas más altas y aumentado para las más bajas, sino que la curva de la progresividad se ha hecho cada vez más elástica, concentrándose prevalentemente en las rentas medio-bajas, las que se encuentras en el tramo de los 28.000-55.000 euros brutos al año.
El resultado es que:
“En virtud de las reformas fiscales aplicadas entre 1983 y 2007, los superricos, aquellas personas con rentas superiores a los 600.000 euros anuales, solo en 2016 disfrutaron de un regalo fiscal de 1000 millones de euros. Considerando que se trata de menos de 10.000 personas en Italia, cada una de ellas pudo aumentar su patrimonio en 100.000 euros.”
Si se considera la pérdida de ingresos consecuencia de la reducción de la progresividad fiscal,
“obtenemos una pérdida para el Estado italiano, solo en 2016, de 8.300 millones de euros, que equivalen al 4,5% de los beneficios obtenidos a través del IRPF.”
Aplicando el mismo cálculo a los últimos 34 años (desde 1975 hasta hoy), la pérdida de ingresos total alcanza los 146.000 millones de euros. Ese déficit de ingresos ha sido paliado con la emisión de bonos del Estado que, en virtud de los intereses compuestos, han producido un aumento de la deuda de 295.000 millones, el 13% de la deuda total acumulada. Un favor a las clases más ricas que ha sido altamente costoso para la colectividad.
Para completar el análisis, hemos de añadir el fenómeno de la evasión y del fraude fiscal, el cual, según las estimaciones publicadas en mayo de 2017, sumó más de 110.000 millones evadidos en 2014, de los cuales 11 millones bajo forma de cotizaciones sociales, 36 millones como IVA y 63 como impuestos directos.
¿Qué conclusiones podemos extraer?
Esta rápida e incompleta panorámica nos lleva a algunas conclusiones preliminares:
- Italia no se encuentra en una situación de riesgo por insolvencia, como los alarmismos de las élites financieras pretenden hacernos creer. La campaña mediática, orquestada con la complicidad de algunas webs de información (tanto desde la derecha como desde la izquierda), tiene como objetivo principal activar campañas especulativas, muy lucrativas para quien posee el control de los flujos financieros;
- La deuda pública italiana es consecuencia del incremento del gasto por intereses (efecto de los distintos ataques especulativos) y de las reformas fiscales, que han favorecido una enorme transferencia de recursos desde las clases más pobres de la población hacia las más ricas. Por tanto, resulta totalmente falsa la narración dominante que asocia el crecimiento de la deuda pública con el aumento del gasto público, sobre todo durante los años 80 del siglo pasado, cuando se pasó del 60% a más del 120%. No obstante, como escribe Marco Bersani: “Los datos oficiales del gasto público en aquella década cuentan otra verdad: excluyendo los gastos de intereses, el gasto público italiano pasó del 42,1% del PIB en 1984 al 42,9% en 1994, mientras, en el mismo periodo, la media europea pasaba del 45,5% al 46,6%, y la de la Eurozona del 46,7 al 47,7%. Es decir, tanto en porcentaje absoluto como en porcentaje de aumento relativo, el gasto público italiano se ha posicionado constantemente por debajo de la media de la Unión Europea y de la Eurozona”.
- La deuda pública se convierte así en un magnífico negocio: favorece a las rentas procedentes de las finanzas y a quienes son ya los más ricos.
- La actual propuesta financiera del gobierno italiano, centrada en la “flat tax” [sistema fiscal no progresivo que será incluido en la próxima Ley General Presupuestaria, N. del T] no hace sino contribuir a alimentar ese negocio. Solo la vuelta a una fiscalidad única para todos los activos de rentas y la vuelta a una progresividad más elevada de los impuestos podrían contribuir, no solo a una mayor igualdad fiscal, sino también a la reducción del gasto público.